Hace unos meses empezamos a sospechar que Mayor no escuchaba bien. Cuando son pequeños es complicado saber qué les pasa exáctamente; durante mucho tiempo pensábamos que esos momentos de estar en su mundo, de no responder ni a la de tres, de hablar desmedidamente alto, estaban motivados únicamente por su problemática emocional que ya veníamos tratando con anterioridad. Pero conforme fue haciéndose mayor y explicándose mejor los “repite que no te oigo” “¿qué dices?” “¿cómo?” “por favor, habla más alto” y las situaciones de estarle hablando de espaldas pero casi a su lado y que no se inmutara eran constantes, sobre todo cuando estaba o acaba de estar enfermo.
Esa sospecha nos llevó a visitar a varios otorrinos que certificaron que, efectivamente, padecía de dos problemáticas íntimamente relacionadas. Por un lado, unas vegetaciones muy grandes y, por otro, gran cantidad de líquido en los oídos, que estaban congestionados de forma permanente. Las pruebas que le realizaron señalaron una pérdida de audición considerable, mínimo de un 25-30%, y que podía llegar hasta el 60% en aquellos días en los que por haber estado enfermo el oído estuviera especialmente cargado.
Según nos explicaron, estar así le producía una sensación parecida a la que nosotros tendríamos si lleváramos todo el día las manos puestas en los oídos. Es decir, una audición lejana, distorsionada y confusa, que incluso podía producir problemas de equilibrio y malestar. Ni qué decir tiene que esta patología también se relacionaba con problemas de irritabilidad, dificultad para concentrarse y atender y en el desarrollo del lenguaje, además de ronquidos y una gran propensión a las enfermedades respiratorias. En definitiva, habíamos descubierto el origen de muchas de las cosas que le pasaban.
La decisión de pasar por el quirófano estaba clarísima y si tardamos más en hacerlo fue porque este invierno Mayor ha padecido un virus tras otro, hasta el punto de tener que aplazar la operación dos veces. Finalmente, hace algo más de un mes y al tercer intento, pudimos operarle.
En concreto, su operación consistía en tres intervenciones:
- La extirpación de las vegetaciones (adenoides).
- La colocación de un tubito en el oído que tenía peor (drenaje transtimpánico), para que el líquido acumulado pueda ir saliendo.
- Una miringotomía simple en el otro oído, es decir, una incisión en el tímpano para que pueda drenar pero sin necesidad de instalar ningún tubito.
La operación fue bajo anestesia general y estuvo ingresado una noche; ingresó por la tarde y le dieron el alta por la mañana, es decir, que no llegó a permanecer en el hospital 24 horas completas. En principio tendría que haber hecho un reposo relativo de 8-10 días pero apenas pudimos conseguir que se estuviera quieto los dos primeros. Tras una primera revisión en la que se confirmó que todo estaba bien, la única precaución que hay que tener ahora es la de que no se moje los oídos. El tubito se caerá por si solo con el paso del tiempo, después del verano comprobaremos qué tal va.
Los resultados de la operación se apreciaron desde los primeros días: lo más evidente es que se acabaron los problemas de audición, pero también que ronca mucho menos, tiene muchos menos mocos y, casualidades o no, no se ha vuelto a poner enfermo. Es difícil saber si todo puede atribuirse a esta operación, seguramente no, pero en el último mes claramente hemos notado un cambio en su forma de ser: está más en el mundo, habla mejor y con un volumen más bajo, ha dado un salto madurativo en cuanto a razonamientos…
Operar a un hijo, aunque no sea de nada grave, da bastante miedito pero ha merecido muchísimo la pena. La única espinita que tenemos es no haber dado antes con este problema y que el pobre estuviera así tanto tiempo pudiendo haberlo evitado.
Foto | Christiaan Triebert en Flickr CC