Evaluación Psicológica. Aunque el nombre me entusiasmaba, muy pronto me percaté (y nos percatamos) que sería una asignatura verdura: buena, necesaria e indigerible. Supongo que aquella mañana el capitán evaluación había degustado un magnífico café y estaba de buen humor... o simplemente se dio cuenta de que hablar sobre la etimología de la palabra psicodiagnóstico no hacía vibrar de emoción a sus alumnos a las 8:30 am, por lo que comenzó a relatarnos una anécdota que me ayudaría a entender y sintetizar de forma muy gráfica cientos de páginas sobre psicología social y comunitaria. Recordemos pues.
Situaba el relato algo más de una década atrás. Un amigo y compañero de gremio lo había invitado a casa. Nuestro profesor no sólo estaba ilusionado con el hecho de hacer una visita protocolaria, sino que para jolgorio suyo tendría la oportunidad de conocer los detalles y entresijos más profundos de una nueva iniciativa que se estaba llevando a cabo en algunos centros educativos en España: el anfitrión de aquella visita era coordinador de un proyecto que intentaba integrar a alumnos en riesgo de exclusión social (niños con discapacidad o menores pertenecientes a minorías étnicas, por ejemplo) dentro de colegios públicos. En un momento dado de la conversación, apareció en escena el hijo del coordinador, un niño bastante gárrulo y candoroso para desgracia de su progenitor. Era bien sabido por todos que el menor acudía a un centro que trataba de llevar a cabo dicha integración social dentro de las aulas, por lo que nuestro profesor vio una oportunidad única para conocer de primera mano los resultados de tan loable labor, a través de un interrogatorio que quedaría truncado de esta manera:
― Y... ¿Cuántos sois en clase?
― Somos veinte... más el tonto y el gitano.― respondería el niño parsimonioso.
Traspasadas las barreras de la discriminación por medio de leyes que permiten un trato igualitario dentro de las instituciones públicas, muchos creímos de forma ingenua que había sido más que suficiente. Pensamos que el desarrollo de nuestra sociedad arribaría con buenas intenciones a un futuro culturalmente sostenible, guiados por el faro impoluto de la justicia.
Pronto nos dimos cuenta de que el progreso socio-cultural no era un proceso automatizado. Aunque los servicios públicos están a disposición de la mayoría de la población, no así su accesibilidad (la disponibilidad de un servicio en distintos contextos y circunstancias para beneficio de cualquier ciudadano): ¿De qué sirve un colegio abierto a la interculturalidad cuando un alumno de procedencia china es incapaz de comunicarse con sus profesores por la barrera del idioma? ¿De qué sirve la promoción de puestos laborales para población inmigrante cuando una mujer marroquí recién llegada a Andalucía desconoce por completo dichos servicios? ¿Para qué sirven las iniciativas de concienciación sobre ciertos estados de discapacidad cuando existen familias que siguen manteniendo patrones paternalistas y sobreprotectores que aíslan a sus parientes de por vida? Podría ser arriesgado afirmar lo siguiente, pero parece ser que ciertas normativas se llevan a cabo sólo para calmar nuestras conciencias más que para aportar recursos comunitarios de forma eficaz, eficiente e igualitaria.
La mejor ilustración de este lavado de imagen social es la cruda exposición de Slavoj Zizek en su artículo The 'fake' Mandela memorial interpreter said it all en el que recalca lo sucedido con el falso intérprete durante el funeral de Mandela: ¿cómo es posible que una persona con semejante historial se hubiera colado en un evento de tal magnitud? La respuesta podríamos hallarla fácilmente en la desesperada búsqueda de deseabilidad social por parte de los organizadores; el propósito de colocar a un intérprete para la comunidad sordomuda no residía en hacer que éstos pudieran participar del evento, sino crear un aire de tolerancia y sensibilidad hacia dicha comunidad, y de ahí que nadie se interesara en verificar las verdaderas habilidades signadas de Thamsanqa Jantjie.
El modelo de multiculturalidad no es malo en sí mismo: se acepta la diversidad de los miembros de la comunidad y se acepta de forma tajante que ninguna cultura es superior a otra. La limitación de este modelo reside en la idea utópica de que esta posición pasiva de los integrantes de dicha sociedad permite la integración (casi automática) de todas las mayorías y minorías. Por otro lado (y no en contraposición), podemos ver el modelo de la diversidad cultural: no sólo es importante aceptar la diversidad, sino realizar un esfuerzo (por ambas partes) de comprensión y conocimiento mutuo que haga posible ir más allá de la yuxtaposición de grupos culturales o cualquier minoría de la índole que sea (Bernier, 2003). Este último modelo permite crear un espejo social en el que ya no existen los ellos minoritarios, sino los nosotros diversos: por lo tanto, ser competente comunitaria y culturalmente requiere desarrollar habilidades, conocimientos y actitudes para funcionar eficazmente en una sociedad plural y democrática, e identificar las circunstancias que rodean y definen a cada individuo en particular, maximizando su desarrollo óptimo y el de su sistema ecológico (Dana & Allen, 2008; Sue et al., 2009; Balcazar et al., 2010). En definitiva: atreverse a conocer y descubrir al otro en su totalidad permite el desarrollo social en conjunto.
Una vez que conozcamos al otro y nos esforcemos por escucharle (y no sólo oírle), seremos capaces de despojarnos de un etiquetado vago y despectivo, permitiéndonos dejar un legado en el que ya no se escuche "veinte, más el inmigrante y el minusválido", "veinte, más el gay y el musulmán", "veinte, más el parado y el esquizofrénico" o "veinte, más el tonto y el gitano". La creación de espacios dentro de la comunidad, donde pueda fundarse un diálogo para comprender la complejidad de nuestras relaciones sociales, podría ayudarnos a construir una identidad social (o una ciudadanía) basada en dicha competencia cultural, permitiendo así desarrollar una sensibilidad realista y consciente con respecto al otro (Bajtín, 1986; Bruner, 1996, 2003; Hermans, 2003; García, Santamaría, Garrido, de la Mata, 2010).
No sólo basta con el deseo de cohabitar y compartir los mismos espacios, sino ser capaces de descubrir cómo hacerlo. Algo que requerirá tiempo, esfuerzo y aunque a muchos idealistas no les guste: dinero. Sólo así, lograremos ser un día veintidós.
"[...] La diversidad en sí misma no es ni una bendición ni una maldición. Es sencillamente una realidad, algo de lo que se puede dejar constancia. El mundo es un mosaico de incontables matices y nuestros países, nuestras provincias, nuestras ciudades irán siendo cada vez más a imagen y semejanza del mundo. Lo que importa no es saber si podremos vivir juntos pese a las diferencias de color, de lengua o de creencias; lo que importa es saber cómo vivir juntos, cómo convertir nuestra diversidad en provecho y no en calamidad. Vivir juntos no es algo que les salga de dentro a los hombres; la reacción espontánea suele ser la de rechazar al otro. Para superar ese rechazo es precisa una labor prolongada de educación cívica [...]"Amin Maalouf ( Discurso Premio Príncipe de Asturias, 2010).
Daniel Sazo.