Realizado en 1619, es un óleo sobre lienzo de 203 X 125 cm.
Es una de las obras maestras de la etapa sevillana de
Velázquez, en la que confluyen numerosos contenidos de carácter artístico y biográfico. El hallazgo reciente de un autorretrato de Pachecopermite identificarlo con el rey mago de mayor edad, y avala la teoría de que los tres personajes que aparecen en primer término son el pintor, su esposa Juana Pacheco, con la que se casó en abril de 1618, y su hija Francisca, que había nacido hacía poco. Con ello, el cuadro, además de ser una imagen religiosa, se convertiría en una celebración de la propia familia del pintor, lo que entra dentro de los parámetros admisibles en la cultura religiosa del Siglo de Oro. Aún así, esa mezcla de contenidos sagrados y presencias profanas seguramente ha de explicarse en función del destino de la obra, que probablemente fue pintada para el noviciado jesuita de San Luis, donde se cita durante el siglo XVIII Pachecose mostró siempre cercano a los jesuitas y mantuvo estrecha amistad con algunos padres de esta orden, que se caracterizaba, además, por el gusto en la utilización de referencias tangibles, contemporáneas y reales con objeto de actualizar la historia religiosa, y promovieron formas de devoción que facilitaban al fiel la representación de los misterios sagrados. En ese sentido, resultaba muy acorde con sus métodos la idea de Velázquezde fundir el mundo real con el relato histórico. Desde un punto de vista narrativo se trata de una imagen muy simple, sin la complejidad de la que con frecuencia hizo gala su autor. Su tema se reconoce inmediatamente, y está descrito de manera a la vez directa y sencilla, de forma que el espectador identifica sin dificultad la escena y a sus principales protagonistas, y el pintor lo conduce fácilmente hacia el fondo de atención de la misma. La relación que se establece entre los personajes y su marco resulta muy consecuente con los métodos compositivos de Velázquezen su etapa sevillana, y recuerda también a la de los retablos de escultura. Son cuerpos que llenan casi toda la composición y se disponen en un plano muy próximo lo que se traduce en una mayor intensidad expresiva y les otorga una gran monumentalidad. Ese tipo de composición, además, favorece la concentración devocional. Pero, junto a esa unidad esencial, en el cuadro hay una gran variedad en lo que se refiere a los tipos humanos representados, a sus acciones o a la gama cromática que, aunque abundante en ocres y negros, incluye también rojos, blancos y azules de gran belleza. Por su combinación de monumentalidad, belleza y concentración expresiva, y por la maestría con que el autor ha sabido representar una expresión individual en cada uno de los rostros, la obra es una de las cumbres de la juventud de Velázquez.Fuente e imagen: Museo del PradoRamón Martín