Revista Deportes
En la noche del martes Vélez se jugaba una empresa muy difícil, no imposible, muy difícil. Debía convertirle 3 goles como mínimo al Chivas de México, para poder llegar a los penales o 4 para acceder a los cuartos de final de la Copa Libertadores.
Menos difícil parecía desde el comienzo por que antes de los diez minutos el equipo de Liniers se puso en ventaja, sin embargo el juego se le hizo cuesta arriba y apenas pudo convertir el segundo cuando quedaba un cuarto de partido. Finalmente el velezano se quedó fuera de la tan ansiada Copa, la misma por la cual había apostado muy fuerte, la misma por la que había resignado sus chances en el torneo local, la misma que hizo que en la competencia local Vélez pueda evaluar a sus jóvenes valores(de mucha proyección muchos de ellos) y darle rodaje a otros profesionales.
Pero lo que dio origen a la vuelta de este blog, lo que mereció estas líneas fue las lágrimas de algunos protagonistas al finalizar el juego. Hablo de lágrimas puramente sinceras, evidentemente sentidas, que dejaban la sensación de legado. Algo se quebró en jugadores que sienten mucho esa camiseta tan particular. Ver al Roly Zárate, abanderado de la vieja guardia velezana, con los ojos aguados, por saber que quizás sea su última chance real de conseguir este durísimo anhelo, descubrir a Somoza, uno de sus capitanes, con un andar incansable por la cancha jadeante, exhausto pero jamás rendido y notar el llanto de la nueva estrella del equipo como es Nicolás Otamendi generan una sensación que va por sobre el resultado deportivo.
Estos jugadores han ganado algo. Han heredado algo, están, inevitablemente grabados por esta institución. Son lágrimas legítimas que dejan la puerta abierta al futuro promisorio, deben estar en paz a sus hinchas. Este plantel vendió cara su derrota, el legado ganador que se instaló en esta institución hace más de una década, esta intacto. Si duele así perder, la revancha estará más cercana de lo que ahora parece.
imagen de www.velezsarsfield.com