El paisaje perezoso con el que se abre "Two rode together" y la primera imagen del porche desde donde el Marshall McCabe (James Stewart) "trabaja" evitando salir del todo a la calle, aunque remitan a varias películas pasadas de John Ford, no parecen querer trasladarnos en el tiempo ni prepararnos para que veamos qué significación social tendrá cada gesto.
Todo parece en presente. Unas viñetas.
Las mismas animosas notas del gran George Duning que suenan desde los títulos de crédito anuncian un tono de comedia, muy diverso del retrato de alguien del que muy pronto sabremos que fue el azote de pistoleros o jugadores y que ha sabido rentabilizar su fama convirtiéndose en un vividor... de rentas ajenas.
Alguien que encara una vejez dimitida de compromisos, alguien desde luego sin la menor idea de que se convertirá en el más reticente "enviado" de su cine y la antítesis misma de la heroína total con que clausurará su cine no mucho después, la Doctora Cartwright de "7 women".
Cuánta diversidad. Nadie ha barajado tanto las cartas de la aventura como (el viejo) Ford.
Desapareciendo el sentido de comunidad (lo que vemos del pueblo son dos calles, un
monaguillo, un mexicano adormilado y una pandilla de borrachos) y no
habiendo por tanto necesidad de devolver equilibrio alguno a los
habitantes y sus problemas, Ford sólo necesita la excusa del interés en atrapar a McCabe (no muy claro, quizá vanidad suya) por parte de la muy antipática dueña del saloon (de rimbombante nombre, Belle Aragon, tan o más interesada en el dinero que él y el típico personaje que se cree una de las cosas que gustaban menos a Ford,
un experto, y de hecho la "premia" finalmente emparejándola con un palurdo) para darle una
patada en el culo que lo saque de ese agujero y salga en busca de algo
que no sabe que necesita.
El futuro infinito y hasta la leyenda resplandeciente - enunciada como quijotesca, pero tan plausible - que esperaba a algunos sus protagonistas de antes de la guerra conforme nos despedíamos de ellos (Lincoln, Tom Joad, Huw Morgan, Priscilla Williams, Gilbert y Lana Martin...), se había ido convirtiendo poco a poco en un horizonte nada querido conforme se sucedían sus películas y llegando hasta el punto límite que representaron "The searchers" y "The wings of eagles", donde se consolidó con todas sus consecuencias su héroe obsesivo, un hombre que es la culminación de tantos otros anteriores nobles y a veces despreciables, mezquinos y sin embargo abnegados, un hombre al que nadie podría haber entendido y con el que nadie se hubiera conmovido si no hubiese sido suyo.
McCabe será de nuevo uno de aquellos, tendrá una última oportunidad.
Y, doble apuesta en contra de las expectativas crepusculares, queda meridianamente claro desde el principio que no será en el ejército, ninguna "segunda familia" como otras veces, sino un trabajo de la peor clase: sucio, aburrido, peligroso (se habla y se representa a los indios en los términos más crudos y duros de su cine, como si todos fueran aquellos fantasmas resentidos del deslumbrante arranque tourneriano de "The searchers" y no en vano es el mismo actor, que era alemán, que interpretó entonces al temible Scar, el que aquí incorpora al mucho más civilizado Quanah Parker), poco lucrativo, para gente de pocas luces y encima vitalicio.
Un trabajo no sólo para el tragaldabas Sargento Posey (Andy Devine), también "adecuado" para su amigo Jim Gary (Richard Widmark), con el que McCabe guarda una distancia que Ford mira con curiosidad, atento a ver cómo y cuándo le va a hacer tragarse unos cuantos principios que McCabe lleva a gala para creerse "superior".
La famosa escena de la conversación junto al río de ambos, nada parecido a un clímax y más llamativa si se contempla aisladamente que dentro del transcurso del film (está muy al principio, sustituye a un trayecto y funciona para que McCabe "se explique", un recurso muy típico de los musicales), abunda en esa impresión y sirve brillantemente para dibujar las relaciones que tendrán ambos al final del film con las dos mujeres que conocerán.
Para McCabe las mujeres se convertirán en el mayor inconveniente como se le ocurra aparecer al amor, un enemigo ajeno y, cree, pequeño; para Gary será lo que lleva esperando siempre y nunca encontró en otras, para las que siempre fue un militar sin notoriedad.
Más reveladora para el devenir del film es otra conversación, la que mantiene McCabe con el muy ocupado hombre de negocios Wringle (Willis Bouchey), que le quiere hacer partícipe de un tejemaneje para devolverle a su mujer el hijo que le robaron, para el que le sirve cualquier comanche que pueda traerle.
Ningún James Stewart anterior, ni siquiera los más insondables con Mann o Hitchcock, había mirado como lo hace McCabe a Wringle, con tanto desprecio como al mismo tiempo dándose cuenta de que lo que tiene delante es un espejo de sí mismo, de su codicia, su cobardía y su soledad, que no se morirán ahogadas en whiskey.
Esa escena antológica tendrá la más hermosa posible de las redenciones en otra en la que, también sin una palabra ni un subrayado, McCabe vuelva a la habitación y bese por sorpresa a la mestiza (dos veces, mexicana e india) Elena (Linda Cristal), que es, en cierto modo, la última parte de sí mismo que le quedaba por derrotar.