Primero está el mundo, el único que cuenta como aseguran los realistas, que corre raudo, ajeno a las urgencias de nadie, eternizando lo trivial. Si se regresa a uno en el que antes ya se había vivido, andará caminando un trecho más adelante del recuerdo. Habrá mudado y hasta puede que sea irreconocible; tocará en ese caso volver a comprenderlo.
Después están, discontinuos, los pequeños episodios por los que nace un romance, felizmente o donde no debía y cuando quizá no querían los
protagonistas, a desmano o sin lógica. De repente, la métrica de las rutinas propias pierde su cadencia y se reordena en función de cuánto se progrese considerando las del otro; lo que queda, un poco siquiera, a un lado, desaparece.
Finalmente, doblegando las dificultades y hasta al mismo mundo, que se detiene a mirar, surge el vértigo.
Estas tres
"velocidades" del melodrama, en proporciones desiguales, han sido combinadas en un afortunadamente amplio abanico de grandes películas. La mayoría, quizá por un elemento de concentración narrativa, abstraídas en las dos últimas y apenas utilizando unos apuntes de la primera, convertida siempre en útil referente en movimiento para lo que interesa realzar.Casi todos los melodramas románticos totales compensan la relativa poca importancia de la primera de esas velocidades con una serie de circunstancias excepcionales - una guerra, una misión, un exilio, un ambiente viciado o sometido, la conquista de un territorio incivilizado o desconocido, etc. - que siembren incertidumbre, sobre todo en cuanto al momento en que cada cosa empieza o termina, pues nadie puede saberlo.
La última película dirigida por Urayama Kirio, “Yumechiyo nikki” es entonces la menos célebre de entre las rarezas, de entre los melodramas absolutos sin fondo, o mejor dicho con un fundamental escenario donde no sucede en esencia nada y sin embargo condiciona por completo la puesta en escena. Y no está mal acompañada precisamente: "Some came running", "Corps à coeur", "Strangers when we meet", "Bubù", "Le mirage", "The brown bunny", "Ich will doch nur, das ihr mich liebt", "Mademoiselle de Joncquières", "Francisca", "The dead" o "Kauas pilvet karkaavat" y una buena cantidad de obras de compatriotas, todos más ilustres, como por ejemplo "Banka", "Oyû-sama", "Akitsu onsen" o "Midareru".
Casi todas ellas podrían ser otra cosa muy distinta y hasta la opuesta, si de ese fondo se extirpara o arrinconara como un objeto de atrezzo al amor y quedase autónomo. El film de Paul Vecchiali sería una divertida comedia múltiple, el de Aki Kaurismäki una triste comedia absurda, los de Vincente Minnelli y Richard Quine, unos (aún más) devastadores retratos de la penúltima América de Eisenhower, el de Vincent Gallo ilustraría inquietantemente el deambular de un psicópata, el de Mizoguchi Kenji tornaría a drama con madre hithcockiana, el de Manoel de Oliveira se alejaría de Victor Hugo para acercarse a Balzac, el de Mauro Bolognini se quebraría por su parte hacia el cine de su buen amigo Pier Paolo Pasolini, el de Gosho Heinosuke sería aún más ambiguo y ya no se sabría cómo de intencionadamente (y, claro, de manera superficial al opacarse el primer plano de atención) lésbico, el de John Huston sería tildado antes de "nórdico" que de costumbrista...
Como nadie puede saber cuándo ni dónde
llegará el momento propicio en que revelará lo que se recordará cuando ya no esté entre los vivos, tal vez sea la ausencia de carácter testamentario que tienen obras de vejez de cineastas conscientes de que difícilmente volverían a rodar, lo que otorga una especial exaltación y vigor a esta película deslumbrante, tan carnal y tan poco redentora que es un imposible film final.
En otoño de 1985, cuatro meses después de su estreno en
junio, efectivamente moría de un ataque al
corazón Urayama Kirio, tras haber completado
tan solo nueve de las doce películas que solía decir iba a filmar.
Tenía cincuenta y cinco años.
Se había embarcado Urayama dos años antes en
el primer proyecto más ambicioso de su vida, dos décadas después
de su debut y aún deseoso de dirigir las obras que pudieran convertirlo
en el cineasta que una vez quiso ser, cuando compartía estudios y
amistades con Oshima y Yamada, Kawashima, Imamura y Yoshida. La expedición, seria y analítica, por las procelosas aguas del pinku eiga de ”Anshitsu” es una incursión muy extraña a su trayectoria - que había
llegado hasta la animación -, alejada de ese género del que muy pocos colegas de su
generación se libraron.“Yumechiyo nikki” es también un diario como "Anshitsu", pero solo un momento de cada dos porque se lleva los fotogramas volando el fondo del que hablaba; en realidad se trata de una retrospectiva, que pudo ser fúnebre o elegíaca - una enfermedad terminal provocada por la radiación atómica recibida antes del nacimiento - y no es rosa pese a sus títulos de crédito de ese color (y al fondo la nieve, como en "An affair to remember") ni a partir del minuto cincuenta y cuatro cuando él carga con ella, desfallecida, a la espalda, una escena de mayor erotismo que todas las protagonizadas por geishas o modelos desnudas para oficinistas borrachos y pintores de más dudosa moral aún.
Cómo es capaz de filmar Urayama, como si se tratase de un genuino diagonale, el acuciante drama de esta incomparable actriz, Yoshinaga Sayuri, combinarlo con un misterio escurridizo que aparece en los últimos meses de su vida y no perder de vista el humor del entramado de historias cruzadas de cuantos fueron sus amigos y amigas, retribuye como si este cineasta hubiese al fin culminado una carrera de obras en imparable ascenso. A veces basta una sola película para decirlo todo y de hecho demasiadas veces sobran todas menos las que no hacen profesión ni oficio, todas menos en las que subyace un verdadero motivo.