Revista Cultura y Ocio

Veneno – @GraceKlimt

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Los lunes son azules. Tristeza. Whisky.

Hasta el mediodía se siente capaz. Obvia el dolor de cabeza martilleante, las náuseas constantes que le suben desde el estómago vacío y le abrasan el esófago, y los dientes afilados de los animales rabiosos que le desgarran las entrañas pidiendo su dosis de veneno diaria. Incluso se afeita, algunas veces, mientras se dice que hoy, por fin, será que sí. Que él puede. Que lo va a lograr. Que esta tarde sin falta irá a la reunión tantas veces aplazada, y pedirá ayuda. Que se acabó. Sin siquiera darse cuenta, abre la botella, ya es un acto reflejo, y se sirve el primer vaso. Las manos dejan de temblar.

Los martes son rojos. Rabia. Ron.

No importa la hora, cuando abre los ojos, la boca le sabe a fracaso. De nuevo se estrelló antes incluso de despegar. Aprieta tanto los dientes que el sabor metálico inicial desaparece absorbido por el de su propia sangre. La tripa gruñe, hace horas que no come, ni se acuerda cuántas, pero pensar en llevarse algo al estómago le provoca un aluvión de arcadas. El veneno no quiere compartir espacio. Se levanta de la cama, coge del tercer armario de la cocina la botella, y bebe a morro. Los ojos relampaguean.

Los miércoles son verdes. Nostalgia. Ginebra.

Mira por la ventana y observa el trajín de la ciudad. Le maravilla que la vida siga, como si nada, mientras en su interior el veneno ha paralizado los latidos. Afuera es primavera de nuevo, ya ha pasado un año desde que perdió su trabajo, desde que comenzó a engañarse a sí mismo diciendo que controlaba, desde que ella se fue, incapaz de soportar verle autodestruirse, desde que todo se convirtió en nada. Un trago, un parpadeo al ver una bandada de gorriones pasar, otro trago más largo. El pulso se calma.

Los jueves son amarillos. Angustia. Vodka.

Juega a inventar finales dignos de novela para su vida. Se imagina tumbado en un campo de amapolas, buscando formas en las nubes. Y entonces el cielo se abre de par en par, como si una mano gigantesca provista de cuchillo lo hubiese rajado, y una tormenta amenaza con descargar sobre él toda su ira en forma de rayos y truenos, y quiere escapar, pero el cuerpo no le responde, no se mueve del sitio, le ignora, imposible avanzar. El sueño torna en pesadilla. El veneno le gana la batalla. Se agarra a la botella como a un salvavidas, y busca rápido un vaso. Los músculos se relajan.

Los viernes son negros. Miedo. Tequila.

A veces alguien llama a la puerta. Él se asoma a la mirilla, como un fugitivo que espía escondido a sus captores, y descubre en los rostros preocupados del otro lado rasgos de personas que un día quiso, un antiguo compañero de trabajo, un viejo amigo, así que contiene la respiración y suplica que se vayan. No puede permitir que el veneno se propague y les invada a ellos. A salvo en su propia jaula apura el culo del vaso y lo llena de nuevo. La razón deja de gritar.

Los sábados y los domingos son veneno puro.

No podría pintarlos de un color concreto. No podría precisar qué siente. El veneno acumulado día a día se le ha instalado en las venas, y está seguro de que, si mutase la piel cual serpiente, estaría recubierto de un líquido viscoso y maloliente que finalmente acabaría devorando su carne. Pensándolo bien, ya lo está haciendo, poco a poco, desde dentro.

Se le amontona el azul y el rojo y el verde y el amarillo y el negro, y siente tristeza y rabia y nostalgia y angustia y miedo, y bebe whisky y ron y ginebra y vodka y tequila, y así una vez y otra y otra y otra y otra más hasta que los colores no son nada y los sentimientos ya no existen y no importa el tipo de alcohol.

Hay instantes muy breves, pequeños destellos, en que todo desaparece. No hay color. No siente. No bebe.

Y ahí se hace una promesa, este próximo lunes, por fin, será que sí. Y por qué no. Quien sabe.

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