Llevábamos en la carretera desde principios de mes porque la ciudad donde vivíamos tenía un techo muy bajito. Hartos de eso, un día cogimos el coche por ese motivo y tal vez por alguno más. Recuerdo que te pregunté hacia dónde podíamos ir y que tú te prendiste un cigarro como solías hacerlo, sin darte cuenta de que todo se convertía en tus labios. Al de unos carnosos segundos, dijiste: “hacia abajo”.
La ruta, entre otros muchos lugares, nos condujo hacia una ciudad en la que tuvo lugar lo que bauticé como ‘el momento de la plaza’. Era una urbe de techos altos, cielo azulado, calles limpias, muchos bares, gente rara y todo eso que tanto nos gustaba por aquellos entonces. Desde que nos bajamos del coche no paramos de beber ni un instante y tú a cada trago estabas más radiante y con más hambre de vida. Hacía tiempo que no te sentía así. Al quinto día de no parar de todo, llegamos a una pulcra plaza llena de silencio y nos sentamos en una terraza bajo el sol. La catedral, reflejada en tus gafas de sol, anunció tímidamente con sus campanas que era la una del mediodía y el camarero acertó en traernos zumo de naranja, tostadas y tortilla ranchera para compartir. A escasos metros de nuestra mesa, un violinista era capaz de tornar visible la brisa que jugaba al pilla-pilla con una servilleta de papel. Pudo ser un momento romántico, sí, pero no fue en París ni nada de eso. Era una ciudad con techos altos que abrazó nuestra locura por unos cuantos días. No me hizo falta preguntar, ya que supe que la suma de todo conjugada con la canción que tocaba el violinista —qué más da cuál—, fue lo que hizo que se deslizaran tres carriles salados por tus mejillas. Nos cogimos fugazmente de la mano y te soltaste para sacar una foto con el móvil. Los dos aspiramos todo el aire que nos cupo y llenamos nuestras cabezas de ‘el momento de la plaza’.
Eso fue hace mucho tiempo.
El otro día me crucé contigo e intercambiamos unas palabras. Aunque durante unos meses estuvimos tan unidos que yo llegué a considerarte mi país, he comprobado que ahora estamos en mundos muy diferentes. Nos despedimos como si nada de todo aquello hubiera sucedido entre nosotros. Continué mi camino, me paré en el primer bar que vi y me pedí una cerveza. Cuando la acabé, pedí otra. Cuando ya iba por la cuarta, pensé en escribirte y decirte todo lo que había sentido al comprobar que, aunque habíamos cambiado, aún tenías como fondo de pantalla la foto que sacaste aquel día. Cuando acabé la quinta, móvil en mano, nostalgia reflejada en el rostro, repasaba el último chat que habíamos compartido cuando éramos casi uno, y comencé a escribirte:
En línea, escribiendo, en línea… escribiendo, en línea… escribiendo.
“Venga, bah”, me dije, e hice un aspaviento para apartarme tanto pasado de la cabeza. Solté el móvil, bloqueé la pantalla y pedí una sexta cerveza.
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