Publicado en Público.es el27 de noviembre de 2020
Desde un punto de vista económico podríamos considerar que una vacuna no es sólo la posible solución para la enfermedad sino también un incentivo, es decir, algo que condiciona el modo en que se comportan las personas que esperan disponer de ella antes o después para no enfermar.
Cualquier persona que busque el efecto beneficioso de la vacuna sabe que para disfrutarlo debe llegar sana al momento en que esté disponible. Por tanto, cabe suponer que, cuanto más cerca esté el momento en que por fin pueda ponérsela, más cuidará de su salud, extremando las medidas que puedan evitar el contagio. Y, por el contrario, que cuanto más lejos se perciba el momento en que la vacuna pueda estar a su alcance, menos cuidadosa será con las medidas preventivas de autoprotección que puedan evitarle el contagio. Eso es lo que corroboran algunos modelos económicos solventes, tal y como el que han propuesto recientemente los profesores Miltos Makris y Flavio Toxvaerd ( aquí)
En el caso de la Covid-19, los gobiernos saben que, para combatir eficazmente la pandemia, o se adoptan medidas de obligado cumplimiento, como los confinamientos y el cierre total de los negocios no esenciales que requieren proximidad, o se logra una gran colaboración y complicidad por parte de la población para que ésta se tome voluntariamente medidas de profilaxis y distanciamiento, lo cual es mucho más deseable, dado el altísimo coste que tiene decretar el cierre de una gran parte de la vida económica, tal y como ya hemos podido comprobar.
Si los gobiernos quieren ahorrar o, al menos aliviar, el enorme trauma y el desastre económico que supone el cierre y los confinamientos, deben tratar de incentivar la autoprotección de la gente que evita el contagio sin necesidad de esas medidas coercitivas y tan traumáticas económica, social y personalmente. Y anunciar que se va a disponer de una vacuna a muy corto plazo puede actuar, como he dicho, de incentivo de ese tipo de comportamientos.
A la gente que desee evitar el peligro que supone enfermar de Covid-19 le interesa aguardar ese pequeño periodo de tiempo en las mejores condiciones posibles de salud y los gobiernos lo saben. Por eso afirman que van a disponer de millones de vacunas en muy pocos meses. De hecho, están anunciando ya los planes de vacunación cuando aún no existen las vacunas, y aunque alguna de las que ya se dan como al alcance de la mano necesitarán, según lo que han dicho los propios laboratorios, de una intendencia de refrigeración (deben conservarse a -80º) que cuesta mucho trabajo creer que pueda estar suficientemente disponible en grandes territorios y en tan poco tiempo.
Anunciando la cercanía de una vacuna salvadora, los gobiernos pueden lograr que sea más llevadero para la población el sacrificio que suponen las medidas voluntarias que evitan el contagio. Desde este punto de vista, la estrategia es inteligente y ventajosa, pero tiene alguna limitación y también inconvenientes.
La principal limitación es que los economistas sabemos muy bien que los individuos tenemos muchas dificultades para evaluar las consecuencias de nuestras decisiones y acciones sobre los demás y sobre nuestro entorno en su conjunto porque no siempre disponemos de la información necesaria. Eso quiere decir que es muy difícil, por no decir que casi milagroso, que un incentivo de comportamiento individual pueda dar un resultado no ya igual sino cercano al óptimo para toda la comunidad. Dicho de otra forma, es ilusorio creer que el incentivo que pueda suponer el creer que la vacuna está muy próxima produzca un comportamiento individual generalizado capaz de generar el distanciamiento social y la prevención que sería necesario para que, sumados todos los comportamientos individuales, se logre el resultado colectivo necesario para evitar la extensión de la pandemia.
Por otro lado, si ese incentivo producido por creer que pronto habrá vacuna fuese efectivamente muy fuerte, podríamos deducir que, a medida que se acercase el momento de la vacunación, podría dar lugar a que la población asumiera voluntariamente un grado de distanciamiento, de alejamiento de la actividad laboral o de retraimiento social y económico muy alto, tan estricto que tuviera un coste económico excesivo, o quien sabe si mayor al que se quería haber evitado.
E incluso también cabe señalar que podría ocurrir que el anuncio de una vacuna ocasione el efecto contrario en una parte de la población peor informada. Es decir, la que pudiera pensar que el poder disponer por fin y próximamente de una vacuna le permite relajar mucho más los comportamientos de cuidado y prevención de los contagios.
Si todo eso es así, como bien pudiera deducirse de lo que dice la teoría económica más elemental, resulta que el incentivo de la proximidad de la vacunación sería insuficiente para frenar la expansión de la enfermedad y para disminuir su coste económico. De donde se deduce que los gobiernos no pueden fiar toda su estrategia a ese recurso, sino que deben seguir manteniendo medidas obligatorias de distanciamiento y prevención para garantizar que se alcance el estándar comunitario que frene la pandemia. Como tampoco deberían ser tan ingenuos de creer que la vacunación resolverá por sí sola el problema económico que tenemos encima, tal y como he explicado en otro artículo (¿Es suficiente una vacuna para recuperar la economía?).
Junto a estas limitaciones, el mayor inconveniente de utilizar el anuncio de una posible vacuna como incentivo del cuidado voluntario es que se dejen a un lado las medidas que realmente nos pueden permitir responder con éxito a los problemas económicos y la crisis que tenemos por delante.
Para afrontar los problemas económicos que la pandemia va a seguir provocando no basta ni con hacer creer que pronto tendremos vacuna y ni siquiera con disponer efectivamente de una o varias de ellas. Hacen falta otro tipo de terapias: en estos momentos de emergencia no hay que tener miedo a la deuda, aunque, eso sí, hay procurar que se traduzca en la generación de ingresos a través de la inversión de activos que disfrute no sólo la población presente sino las generaciones futuras; hay que dar medios a las empresas no sólo para que sobrevivan sino para que se reinventen; hay que presionar a Europa para que ponga en primer plano de la políticas económicas la creación de empleo, algo que ahora ningún gobierno puede verdaderamente perseguir porque los mandatos europeos se lo impiden; hay que impedir que se siga acumulando ahorro improductivo, incentivando una nueva pauta de consumo social, liberadora y sostenible; y hay que evitar que las decisiones sobre los planes de recuperación y las inversiones que vienen se las apropien los grupos oligárquicos que sólo van a saber reproducir el modelo económico desvertebrado, parasitario, dependiente, despilfarrador y tremendamente injusto que nos ha hecho tan vulnerables.