Guardo las imágenes que se suceden tras mis cristales. Nunca olvido. Los rostros, los gestos graban su reflejo. Uno el mundo de dentro con el de fuera, ejerzo de enlace y de frontera, soy los ojos de mi hogar, su historia, el espejo de su vida y sus recuerdos. A ambos lados, el tiempo es una sucesión de eventos pasajeros.
En mí no caben secretos, todo deja su huella, la humedad de la lluvia, el frío del invierno, la vibración del viento... Noto la caricia de las hojas que me rozan al caer. Actúo de escudo en la lucha que la oscuridad mantiene cada noche con las luces doradas que alumbran las estancias de la casa. El sueño siempre vence esa batalla, las tinieblas entran y se ocultan en las formas, se agazapan en los rincones, juegan a dar miedo. Mientras tanto, en el cielo, las estrellas aguardan su regreso. Tendrán que esperar al alba, a que el sol de la mañana les revele su escondite. Con la claridad del día, la negrura se desvanece pero deja tras de sí los matices grises de las sombras.
Mi lenguaje es el del eco: repiques, vibraciones, silencios. Suenan los quejidos de mi marco, los golpes en la piedra de los muros, el chirrido de mis viejas bisagras. En ocasiones las voces se cuelan a través de mis rendijas, algunas palabras penetran en la intimidad de la sala y otras escapan en busca de libertad; a esas las dejo marchar, no se puede retener la voluntad.
Siento la fuerza de los deseos en las miradas que me atraviesan sin verme. Me reflejo en el brillo de esos ojos ciegos, nublados por el anhelo de sus sueños. Miran fuera y con frecuencia descubro que, al igual que yo, lo que buscan, lo tienen dentro.