Revista Educación

¡Vente a Alemania!

Por Juancarlos53
¡Vente a Alemania!

En el interior del autobús los viajeros dormitaban; en el exterior un tímido sol apuntaba entre las nubes de algodón que desde hacía varios días, y no de manera constante, regaban los terrenos secos y poco productivos de esa parte de Castilla. La Asociación Católica Internacional de Orientación a la Joven, encargada de conducir este contingente de mujeres trabajadoras formado por 47 valientes chicas decididas a buscarse un futuro lejos de la casa de sus padres, antes de salir había dictado de manera muy clara las normas para poder hacer el viaje: una sola maleta, los papeles del Instituto Español de Emigración en orden (cartilla de vacunación, certificado de buena conducta y comunicado de aceptación del trabajador por la empresa alemana), pasaporte en regla y paciencia, mucha paciencia durante las dos jornadas completas que duraba el viaje hasta Múnich.

Cuando Toñi, la más enterada de los tres hermanos, llegó a casa con el folleto que en la Escuela de Magisterio habían repartido entre las alumnas unos miembros del apostolado católico, sólo María Ángeles se negó a leerlo. Rafael, el hermano mayor, trabajaba desde hacía ya dos años como encofrador en una empresa de la ciudad castellana a la que el trabajo no le faltaba dada la necesidad de vivienda existente para poder acoger la imparable llegada de campesinos a esa capital. Toñi estaba exultante, ¿sería esta la ocasión que estaba buscando? Las mariposas comenzaron a hacerle cosquillas en el estómago: el viaje, las nuevas amigas que tendría, los chicos que conocería, quizás hasta surgiría el amor,  y tras él: casarse, criar a los hijos…; en definitiva, la felicidad.

—Pon la mesa, Toñi. Pero ¿puede saberse qué te pasa hoy? —le espetó Angelines a su hermana, que parecía estar fuera de este mundo—. Hija, perdona que te diga, pero hoy pareces tonta.

—Es que, Ángeles, yo creo que voy a echar los papeles —respondió risueña Toñi a su hermana al tiempo que del aparador sacaba el mantel que, cuidadosa, extendió sobre la camilla.

—No sé de qué me hablas, hija. Venga, coloca los cubiertos.

Mentalmente Toñi había abandonado la sala de estar–comedor. Ya se veía cumplimentando en la Oficina provincial de Emigración los impresos exigidos para acceder a alguno de los 47 puestos de trabajo para mujeres que la empresa textil alemana ofrecía a ciudadanas españolas. El sueldo, a Toñi, le parecía espectacular. “Madre mía, tres marcos a la hora, es decir, unos 120 marcos a la semana”. Ganar 120 marcos semanales era increíble para una española cuyo hermano, que se jugaba la vida todos los días subido a un andamio, no pasaba de 1800 pesetas al mes.

—¡Pero habrase visto! Toñi, mujer, ¿en qué estás pensado? Hija, parece que estás en Babia —dijo en voz alta Angelines dándole a la mayor de los hermanos un amable empellón.

—Es que, fíjate, Ángeles. Allí en una semana casi casi se gana lo que aquí en un mes —profirió Toñi en voz alta y sin casi mirar a la pequeña—. Y según pase el tiempo cada año subirá el sueldo, eso seguro; así, si ahora, en 1965, este es el sueldo nada más entrar, no te digo lo que se ganará en dos o tres años…

A Toñi siempre se le habían dado bien las matemáticas. La verdad es que Providencia, la mujer que se había hecho cargo de las hijas que Antonio aportó al matrimonio, siempre se había preguntado cómo las dos hermanas podían ser tan diferentes. Mientras que Toñi era una chica con muchas luces, con gran capacidad para el cálculo matemático y para la comprensión y expresión lingüísticas, Angelines, muy bondadosa, eso sí, era sin embargo muy torpe. Toñi había estudiado hasta cuarto de bachillerato con su reválida y todo; tan buena estudiante era que por sus buenas notas los profesores del instituto aconsejaron al padre que no la quitase de estudiar. De Mari Ángeles nunca dijeron nada semejante salvo que era una niña dócil, agradable, apacible. Por esto Antonio, de común acuerdo con Providencia, había decidió que Toñi  se preparase para ejercer de maestra y que Angelines en cuanto cumpliese dieciséis años se emplease en algo productivo. Era preciso llevar dinero a casa y Dios, eso ya se sabe, reparte la inteligencia con los ojos cerrados.

—Desde luego que no, Toñi. Tú te quedarás aquí y te emplearás aquí —escuchó Toñi decir a su padre cuando en la cena ella le expuso sus proyectos—. El esfuerzo que hemos hecho dándote estudios no lo podemos tirar por la borda ahora, cuando ya estás a pocos meses de comenzar a ejercer de maestra.

Tras oír la frase anterior, salida con fuerza de la boca de Antonio, a Toñi el mundo se le vino abajo. Esos cálculos, esas 6000 pesetas que ya se había visto ganando en Alemania, esos ahorros, esas nuevas amistades, ese imaginado chico con el que tendría hijos y sería feliz… Todo se esfumó tras la atronadora e incontestable exposición del padre.

—Tengo entendido, por lo que he podido escuchar a los funcionarios de la Diputación Provincial, que el IEE busca reclutar a personas con escasa formación —prosiguió Antonio dirigiéndose a su mujer e ignorando a sus hijas, cuyo destino él estaba decidiendo o adivinando cual consumado vidente—. Por esto, creo que, de postularse alguna de mis hijas para uno de esos 47 puestos de trabajo en Alemania, debiera de ser Angelines quien lo hiciese.

—Pero… —y ahí quedó muerta toda la refutación de Toñi. El respeto, mejor dicho, el miedo que la figura paterna le infundía hacía que los peros expirasen antes de salir de su boca.

— ¿Tú qué piensas, Angelines? —preguntó Toñi dirigiéndose a su hermana.

—Lo que vosotros decidáis estará bien —le respondió Angelines con el tono que era habitual en ella. Las ilusiones parecían no formar parte de su ADN. Simplemente había sido educada en la obediencia ciega a los padres. Si su padre pensaba así, sería porque era lo más conveniente para ella y para todos. Así que…

¡Vente a Alemania!

En Múnich las 47 muchachas españolas de edades comprendidas entre los dieciocho y los veinticinco años bajaron del bus con cara de susto. Todo allí les era extraño, hostil, frío, terrible, incomprensible. A la ventisca helada se unió el trato vejatorio que recibieron al ser obligadas por los agentes de emigración a ponerse en fila mientras que a cada una le daban un tarjetón identificativo que debían de colgarse al cuello. Y luego estaba el idioma. Pero qué decían esos hombres. Angelines iba a un lado u otro siguiendo las indicaciones de quienes parecía que allí mandaban; lo mejor era que no tenía que pensar, bastaba con obedecer y seguir al resto. Sin en ese preciso momento ser plenamente consciente de ello ni saber bien por qué, algo le decía a Mari Ángeles que Antonio, su padre, había elegido adecuadamente. Cuando tres meses más tarde Angelines regresó a la casa paterna, de la experiencia alemana no pudo decir nada más que eso: que la trataron como si fuera un animal, que no la consideraron para nada, que ella no entendía lo que le decían, que creía que los demás se burlaban siempre que la veían, que…

¿Tuvo Antonio algo de augur al elegir de entre sus dos hijas aquella que se sometería a la experiencia alemana? Pienso que sí, creo que el padre actuó cabalmente, movido por el gran amor que sentía hacia ellas. Supo anticipar que si la hija mayor, la mejor preparada, hubiese ocupado esa plaza laboral en Alemania, él la habría perdido para siempre; sin embargo intuyó que si quien acudía era la más torpe la unidad familiar no se resquebrajaría, pues más pronto que tarde la llamada de la sangre la haría regresar al nido. ¿Egoísmo? No, mejor, adivinación, experiencia, conocimiento de la genética presente en sus propias hijas. Habría que inventar un término para esto: ¿videncia genética? Bueno, llámalo como quieras.


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