Andra se sentaba cada tarde sobre el muro y observaba a los campesinos regresar de los campos de espigas, arrastrando los pies. El sol siempre les pegaba de lado, y sus sombras dibujaban en el suelo de tierra serpenteantes dibujos en sombra que se convertían en un gusano gigante avanzando en zigzag hacia la ciudad.
Una vez Andra, en vez de sentarse sobre el muro y observar, había corrido colina abajo y se había puesto a la altura de los campesinos. El grupo estaba revuelto, intercambiaban palabras que Andra no entendía, cuchicheaban y nombraban al padre Tito continuamente, hablaban de su cadáver frio y de si le habrían de enterrar con el uniforme blanco con ribetes de oro. Andra caminaba junto a ellos, pero mucho más despacio, porque sus piernitas no alcanzaban el metro de longitud de las piernas de los hombres grandes. Al final se quedó atrás, y uno de los muchachos más jóvenes se detuvo a esperarla y le dio la mano.
- ¿Qué le ha pasado a Tito? – preguntó Andra.
- ¿No viste la tele? Le ha matado una gangrena, niña.
- ¿Qué es una gangrena?
El niño se encogió de hombros.
- No lo sé. Creo que es cuando la piel se te vuelve negra. ¿Tienes chicle?
Andra extrajo de su bolsillo una mandarina pequeña y unas uvas. <>, le dijo, ofreciéndole la fruta primero a él.
- Aún no sé cómo te llamas – dijo Andra.
- Josip. Como Tito. ¿Y tú?
- Andra, como mi madre. ¿Quieres venir a jugar más tarde? Ayer encontré una chapa dorada en la calle del mercado. Podemos jugar a esconderla y ser piratas.
Cuando llegaron a Belgrado, las calles estaban abarrotadas de gente. Cerca de la casa de Tito, un centenar de coches, que a los niños les parecieron naves espaciales, portaban flores de todos los colores. Se oía el susurro de la brisa acariciando el silencio. Andra quiso asomarse a donde yacía el cuerpo del padre de Yugoslavia, pero estaba lejos y un cordón de oro cortaba el paso al Mausoleo, así que el muchacho la subió sobre sus hombros para que alcanzara a ver. Andra sintió un retortijón enorme, al ver el cadáver lívido del presidente, como dormido, en su ataúd divino.
Después de jugar, Andra y Josip se subieron al árbol del jardín que tenía ramas gordas y un nido de cornejas negras. Los pájaros echaron a volar con el zarandeo de las hojas, y se quedaron tranquilos, porque decían en el pueblo que las cornejas sacaban los ojos a los niños cuando las miraban fijamente con sus ojos afilados. Andra tenía la lengua llena de palabras, pero no se atrevía a preguntar. Josip afilaba mientras tanto un palito con su navaja, lo preparaba para después mojarlo en la grasa de la estufa y marcar en el mapa con una cruz cuando escondieran el tesoro. Andra se atrevió:
- ¿Por qué la gente se muere, Josip?
Josip frunció el ceño.
- Porque se les apaga el corazón, me parece.
- Sí, pero por qué. Quién lo elige. Yo no me quiero morir nunca.
Josip rió. Andrá continuó, después de un momento de reflexionar con la mirada perdida.
- ¿Y dónde está Tito ahora?
- En la caja, ¿no lo viste?
- Ese no era él. Era un muñeco.
- ¿Eso crees? Te reto a comprobarlo.
Andra le miró fijo. Primero abrió la boca, porque le asomaba un <> gigante por los labios, pero la cerró al momento. Las cornejas volaron de nuevo al nido, Josip se levantó agarrándose a las ramas superiores y graznó para asustarlas, sacudiendo las hojas.
- ¿Eh? ¿Qué me dices?
- ¿Pero cómo vamos a hacerlo? Imagínate que se despierta, ¡imagínate!
- Nos encontraremos esta noche. Aquí, cuando toquen las campanas a las tres. ¿Te atreves?
A Andra le volvió el retortijón. Después asintió y comenzó el descenso al suelo. Antes de que se fuera Josip silbó desde el aire. <>, gritó. Andra cruzó el jardín corriendo y desapareció entre los árboles.
A las tres y catorce, Andra y Josip cruzaban por debajo el cordón dorado que separaba la capilla ardiente de Tito del resto del jardín. Habían logrado saltar la valla porque eran pequeños, ligeros, y habían aprendido a ser también silenciosos. Caminaban rápido y con firmeza, dándose la mano. Andra llevaba fósforos en el bolsillo, y también la chapa dorada, porque le parecía que si la llevaba encima nada malo podía ocurrir. Iba manoseándola, nerviosa, mientras se acercaban. El tufo de las flores mezcladas les rodeaba, pegajoso, en el calor de mayo. El ataúd de Tito estaba abierto aún, rodeado por un millar de velas que titilaban al pasar junto a ellas. La atmósfera era de color rojo azulado, un buen color para dar la bienvenida al reino de la noche al gran jefe. Tito reposaba sobre el algodón frío, con los ojos cerrados y la piel cetrina comenzándose a agrietar. Andra se acercó con cuidado. Primero sintió el escalofrío. Josip lo notó en la mano que le tenía cogida. Estaba sudada pero fría. En la calle aullaron los perros y la piel se les puso de erizo a los dos. Josip se adelantó y con su dedo índice tocó la cara de Tito el grande, que ahora parecía una marioneta de papel cartón.
- Ven Andra, no te asustes, – la niña se acercó a él por la espalda y se agarró a sus caderas- no puede hacerte nada. Dame tu mano, la otra. ¿Qué llevas ahí?
- Los fósforos. Y la chapa que encontré.
- ¿La chapa? Andra, es genial. Ahora sí que tenemos un buen lugar para esconder el tesoro.
- ¿Aquí?
- ¡Claro! ¿Acaso hay un lugar mejor? Al menos sabremos siempre que está en un lugar seguro. ¿Sí? ¿Qué me dices?
Andra no se había atrevido a tocar a Tito aún, pero con el canto de la chapa acarició la curva de sus pómulos, y después bajó por su cuello. Escalofrío. A la altura del pecho, el traje del mariscal llevaba cosido un bolsillo, y la niña metió su chapa allí. Josip la besó en la mejilla, con los labios resecos del calor y después sacó el mapa del tesoro que habían dibujado, y el palito. Con la cera de las velas negras untó el palito, y sobre el papel marcó una equis, gigante, en medio de la Casa de las Flores.
Pero, ¿y esto qué es? ¡Quiero unirme!
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