"Lo habían hecho todo juntos, lo habían compartido todo, habían esquivado juntos los inviernos, se habían instalado en sitios encantadores, habían visto las mismas cosas bellas, habían leído los mismos libros, habían hablado, reído, frecuentado a los mismos amigos, montones de amigos; allí donde fueran, su padre parecía hacer amigos al instante, añadiéndolos a la larga lista de los que ya tenía. No había pasado un día lejos de él desde hacía años; no había querido alejarse. ¿Dónde y con quién iba a ser tan feliz como con él? Todos los años habían sido luz. Nunca hubo inviernos; solo veranos, veranos y dulces aromas y cielos pastel, y una paciente comprensión hacia su lentitud -pues él tenía una mente muy ágil- y amor. Era su compañía más entretenida, el amigo más generoso, el guía que la iluminaba, el padre más entregado..., y ahora estaba muerto. Y ella no sentía nada".
Ella no sentía nada porque se había quedado detenida, en suspenso, sin saber qué hacer, qué decir o cómo actuar. Su padre había sido su compañía, su faro, su fuente de felicidad durante años y, ahora que había muerto, ella se siente terriblemente desamparada.
Ella no es la Vera del título de esta novela de la que hoy os vengo hablar. Ella se llama Lucy y, cuando pierde a su padre, aún no sabe nada de Vera. No, Lucy no sabe, pero Lucy sabrá.
Lucy es joven. Ha vivido siempre bajo el ala protector de su padre, lo cual le ha impedido desplegar sus propias alas. Su padre era un hombre generoso, afable, inteligente, lúcido y con un buen puñado de amigos que compartían con él inquietudes intelectuales y afecto por Lucy.
Padre e hija se encuentran pasando unos días en Cornualles cuando a ambos les sorprende la muerte del primero. Es en ese estado de aletargamiento descrito al inicio de esta entrada como a ella la sorprende Everard Wemyss.
El señor Wemyss, ya por la cuarentena, también se ha alejado unos días de Londres. En su caso, más que ser un viaje por placer, ha sido casi una escapada por obligación. La sombra de "el monstruo de la opinión pública" es alargada y no le ha quedado otra que aislarse y pasar unos días en soledad, lo cual parece que es lo que todo el mundo espera que haga un hombre que acaba de enviudar.
El flamante viudo lleva ya dos días sin cruzar palabra con nadie y al descubrir a la solitaria Lucy decide entablar conversación con ella. Lucy se muestra reacia al principio, pero, al enterarse de la común circunstancia de duelo de su interlocutor, siente una repentina simpatía por él. Además, Everard se muestra atento, solícito. Pronto pasará a encargarse de todas las molestas gestiones que acarrea una defunción y le brindará a la joven compañía y consuelo. Comienza así a hacerse indispensable para Lucy, quien pasa con total naturalidad del cobijo bajo el ala del padre al de ese desconocido de repente convertido en amigo. En cuanto a Everard, "él se dio cuenta, vio que Lucy se aferraba a él, y eso le complacía".
Sin embargo, el señor Wemyss es muy distinto del señor Entwhistle, el padre de Lucy, hecho que a la reciente huérfana, a pesar de lo que idolatraba a su progenitor, parece no importarle en demasía, es más, incluso lo agradece. Y es que "Everard la hacía sentir cómoda. Nunca había conocido a nadie en quien fuera tan cómodo apoyarse a nivel mental. [...] era un verdadero lujo. Qué descanso escucharlo hablar. No hacía falta pensar. Según él, las cosas eran así o asá. Con su padre las cosas nunca habían sido así o asá, y uno tenía que fruncir el ceño, concentrarse y esforzarse para entender los matices, infinitamente variados, delicados y complicados. Por su parte, Everard simplemente lo dividía todo en solo dos categorías, blanco como la nieve, o negro como el carbón, lo que le resultaba a Lucy tan relajante como una misa. No tenía que sudar ni preocuparse, bastaba con entregarse". Everard, además, espera de ella mucha más entrega que preocupación, pues "lo único que le pedía a una mujer era dedicación".
La incipiente amistad entre Lucy y Everard deriva pronto en declaración de amor, esta en breve noviazgo y este en inesperado matrimonio. Pero el matrimonio no es como Lucy pensaba que sería. "No había pasado ni una semana desde su boda cuando empezó a reflexionar sobre lo inconveniente que era que aquel éxtasis pareciera tan efímero. Además, consideró que estaba mal pensado lo de empezar en el punto álgido y, en consecuencia, poder avanzar solo hacia abajo; consideraba que, si uno pudiera empezar su matrimonio con un nivel de éxtasis moderado e ir subiendo a paso firme, sin prisa, sabiendo que iba a haber cada vez más y más, sería tanto mejor".
Sí, Lucy empieza a pensar porque empieza a tener experiencias propias. Lucy empieza a saber aunque le cuesta asimilar lo que aprende sin buscar constantemente excusas. Le ocurre también algo muy frecuente, que es que aquello que al principio gusta y enamora de la pareja termina por convertirse en algo que plantea serias dudas e incluso disgusta.
A Lucy comienza a escamarle esa ya no solo falta de curiosidad sino rechazo hacia ideas y opiniones diferentes a las propias que ostenta continuamente su marido. Acostumbrada a las enriquecedoras conversaciones y a los incansables debates entre su padre y sus amigos, "Lucy empezaba a percibir que, para Everard, la discusión solo significaba contradicción, y a él no le gustaba la contradicción, ni siquiera le gustaba la diferencia de opinión. "Solo hay una manera de ver las cosas, y esa es la manera correcta. Así pues, ¿qué sentido tiene tanta palabrería?", solía decir. La manera correcta era la suya, y aunque él parecía vivir en una gran calma gracias a sus métodos directos e incontestables, y aunque, después de los dolores de cabeza que le habían dado su padre y sus amigos, esto era para ella inmensamente descansado, ¿era realmente algo bueno? ¿No le impedía a uno crecer? ¿No era una manera de aislarse? ¿No era, francamente, como estar muerto? Además, albergaba ciertas dudas sobre que solo hubiera una manera de ver las cosas y le resultaba difícil creer que esa manera fuera, invariablemente, la de Wemyss". Para más inri, la manera correcta de Wemyss comienza a hacérsele a Lucy harto difícil de predecir.
Los disgustos de Everard son cada vez más patentes. Haga lo que haga o diga lo que diga Lucy, o incluso deje lo que deje de hacer o decir, nunca está a la altura de lo que su esposo espera de ella. Primero son cambios de expresión en el rostro de Everard los que delatan su decepción. Después, comenzarán sus silencios hirientes que abren abismos. Más tarde, las palabras y comportamientos crueles que son como pedradas y cuchillos afilados. Lucy desconoce al hombre con el que se ha casado. Siente que el amor que tan feliz la ha hecho la ha convertido en miserable. Descubre que la invade el miedo. Primero es miedo a herir a su amado con sus comportamientos y palabras que no aciertan a ser los adecuados. Después, miedo a ser ella la herida por las desproporcionadas reacciones de Everard. Finalmente, miedo a no ser capaz de vivir con miedo.
"Quizás ya hacía mucho tiempo que le daba miedo de forma inconsciente. ¿Qué era esa humillación que había sentido durante la luna de miel, ese ansioso deseo de complacer, de evitar cualquier ofensa, sino temor? Era un amor con miedo, miedo a ser herida, a no llegar a ser capaz de creer incondicionalmente, a no llegar a ser capaz -esa era la peor parte- de enorgullecerse de su amado. Pero ahora, después de lo que había vivido hoy, el miedo que sentía era algo más aislado, más definido, algo independiente del amor. Era extraño tenerle miedo y amarlo a la vez. Quizás no le tendría miedo si no lo amara. Sí, era lo más probable, porque, en ese caso, nada de lo que Wemyss dijera le llegaría al corazón. Pero se le hacía imposible imaginar eso. Él era su corazón".
Lucy no puede hablar de sus miedos con su marido, la persona a la que más quiere, pues le disgustaría profundamente. Comienza a sentir que la única persona capaz de entenderla sería la Vera del título de esta novela. Pero Vera está muerta. Vera es la causante de que Everard tuviera que autoexiliarse en Cornualles. Vera murió en extrañas circunstancias. A Vera su marido pronto la sustituyó por una esposa joven, cándida e inexperta. A Lucy le daba miedo ocupar el lugar de Vera en la casa y el lecho de Everard. Sí, Vera, su predecesora, sería la única capaz de comprenderla.
Vera fue publicada por primera vez en 1921. Se la considera precedente de la novela Rebeca de Daphne du Maurier. También se dice de ella que está basada en la experiencia de Elizabeth von Arnim, su autora, con Frank Rusell, su segundo marido. A Elizabeth von Arnim la conocí con Elizabeth y su jardín alemán, un libro con un fuerte contenido autobiográfico ambientado en el jardín y mansión de su primer marido en Pomerania y una lectura muy diferente a esta. La escritora se casó dos veces y ambos matrimonios fueron infelices. Sobre el segundo se dice que fue un auténtico desastre. Desconozco la causa de ese desastroso matrimonio pero no tengo por qué dudar que fuera fuente de inspiración para esta novela. Lo que sí me cuesta es sentir esta novela como autobiográfica. La Elizabeth de Elizabeth y su jardín alemán es muy diferente de la Lucy de Vera. Es una mujer de más edad, más experimentada y con más inquietudes culturales e intelectuales que Lucy. Con esto no quiero decir que una mujer así no pueda ser víctima de las situaciones que se describen en esta novela, sino simplemente que su autora no es su protagonista. Aun así, también está presente en este libro. Lo está en la elegancia de su prosa, en su característica ironía y en su amor por los libros y las bibliotecas.
Vera es una novela valiente. Es valiente escribir una novela a principios del siglo XX que no solo cuestiona el matrimonio como algo idílico sino que retrata situaciones que hoy calificaríamos como maltrato psicológico. Su ambientación y sus personajes de un tiempo pretérito no debe hacernos pensar que narra hechos pasados. Si quizás se puede pensar en Lucy como un modelo de mujer extinguido es porque ahora a las mujeres se les permite salir al mundo: estudian, trabajan, ... Pero sigue habiendo mujeres poco resolutivas, que se dejan llevar por comodidad o por no sentirse capaces o que sintiéndose capaces las hacen sentirse incapaces (y con esto no quiero decir que las mujeres más resolutivas (aunque todo ayuda) no puedan ser víctimas de estas situaciones, sino simplemente que hay mujeres del siglo XXI que se parecen a Lucy). También siguen existiendo hombres como Everard, que se sienten cuestionados como hombres si la mujer les contradice, que sienten que tienen que educarlas y corregirlas y usan el silencio y los comportamientos y palabras crueles como castigo, que mantienen el tipo a la sombra del para ellos "monstruo de la opinión pública" mientras que son ellos los que se comportan como monstruos cuando escapan de esta. Las relaciones amorosas se desarrollan también con pautas y tiempos distintos, sin embargo, sigue imperando la idea de que el amor lo puede todo o de que hay que, sino aguantar, justificar determinadas cosas por amor. La entrega total, y por tanto, la posesión, sigue considerándose sinónimo de amor. Y aún pesa el rol dominante del hombre y la actitud sumisa como una virtud en la mujer.
A Everard se le describe varias veces en esta novela como un niño, una comparación con la que estoy muy de acuerdo y que creo que es muy definitoria de este tipo de comportamientos. "Sí, era exactamente como un niño pequeño, uno muy enérgico, pero un niño, al fin y al cabo, ahora que lo veía tan de cerca, un niño que requería atención constante". "Era como un niño grande enojado, [...], ahí sentado haciendo pucheros. Pero, por desgracia, era un niño con poder" y un niño que ejerce ese poder, lo cual lo hace peligroso. Lo que he echado de menos en este personaje son más claroscuros. Me hubiera gustado ir sintiendo por él lo mismo que siente Lucy, presenciar no solo su comportamiento egoísta e infantil sino poder profundizar más en la raíz del mismo. Pero el Everard que a Lucy le resulta tan encantador para mí es solo un pelmazo. No encuentro nada en él que me guste o que pueda admirar, que pueda tapar (o al menos hacer obviar) en los primeros contactos con él aquello que no hace presagiar nada bueno. También es cierto que Elizabeth von Arnim decide destapar las cartas de este personaje desde el principio para el lector (no así para Lucy), privándome de esta manera de vivir, al menos al principio, sus comportamientos con más sutileza y ambigüedad, pues son estas las que los hacen más peligrosos por difíciles de detectar.
En cuanto a Lucy es un personaje que crece a mis ojos. A la muchacha simple del inicio de la novela y que caracteriza un tipo de personaje que suele resultarme cansino y ponerme pelín nerviosa la venda se le cae de los ojos y el amor deja así de cegarla. Comienza a pensar por sí misma. Comienza a hacerse preguntas. Lo que sí muestra muy bien Elizabeth von Arnim es ese progresivo cuestionamiento de Lucy, sus dudas, su constante justificación de Everard e inculpación de sí misma, la negación de lo que está viviendo porque con la aceptación es mucho más difícil convivir.
Otra cosa que me ha gustado mucho es la descripción que hace la autora de cómo actúa el entorno de una víctima en estos casos. Ese entorno está representado en esta novela fundamentalmente por la señorita Entwhistle, la tía soltera de Lucy. Digo soltera y no solterona porque solterona es un término con connotaciones negativas y yo adoro a la tía Dot y no podría decir nada negativo de ella. "Es atroz que tenga que ser yo quien lo haga, pero no parece que nadie te haya enseñado absolutamente nada en toda tu vida. No parece que sepas nada sobre mujeres; de hecho, no parece que sepas nada sobre seres humanos", llega a espetarle la señorita Entwhistle a Everard en un punto de esta novela. Yo no sé si la tía Dot, que nunca ha estado casada y me imagino que, por tanto, según costumbre y moral de la época, no ha conocido varón, por usar una expresión que hoy produce cierta jocosidad pero que es más acorde con su época, sabe mucho de hombres, pero de seres humanos parece entender un rato. Esta mujer (quién me lo iba a decir cuando la conocí al inicio de esta novela) desborda inteligencia emocional, algo de lo que, al igual que del maltrato psicológico, no se estilaba hablar en sus tiempos. A la tía Dot Everard le genera suspicacia. Aun así, ella también busca excusas. Si su sobrina es feliz con él ha de ser porque él se porta bien con ella. Cómo saber, además, lo que pasa cuando ella no está presente. Quién puede poner trabas a esas determinaciones que se toman cuando el amor lo nubla todo.
En cuanto al final de esta novela, y con él llego también al final de esta reseña, no lo esperaba así. Esperaba un final más concluyente o bien que la novela tuviese más recorrido. Sin embargo, una vez terminada la lectura, no puedo imaginar un final más terrorífico ni más desolador.
"-Mira que somos felices -dijo, e hizo una pausa en mitad de sus besos para contemplar la que ahora era su cara, pues ¿no era mucho más suya que de Lucy? Claro que era suya. Ella nunca se la veía, a menos que fuera a mirarse directamente, pero él la veía constantemente; a ella solo le proporcionaba obligaciones, mientras que a él solo le daba alegrías. Ella se la lavaba, pero él podía besarla. Y la besaba siempre que le apetecía y tanto como le apetecía-. ¿A que es espléndido el matrimonio? -le preguntó mientras admiraba esa cosita celestial que ya era suya para siempre".
Traductora: Clàudia Gispert Codina
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