Es una tarde desapacible y extraña en la ciudad. Hace bochorno y la tormenta, que desde hace horas viene amenazando con caer, únicamente deja escapar unos goterones escasos y pesados que ensucian los parabrisas de los coches aparcados, como si estuvieran cargados de barro en lugar de agua. Un viento caprichoso, que sopla a rachas, remueve el aire caliente y cargado de polvo, como puesto a cocer en una marmita, y asfixia a quienes se atreven a respirarlo.
Reme cruza la calle Amposta, vaqueros desgastados y camiseta escasa, y avanza pegada a las deprimentes fachadas de ladrillo de los edificios, que están sucias de pintadas y carteles viejos, descoloridos por el sol y ajados por la lluvia, en los que un Felipe sonriente pide el sí ciudadano a la Otan. Camina deprisa, con la cabeza agachada, huyendo del agua, del polvo y de la basura que el viento arrastra y desplaza de un lado para otro. Llegando a la esquina con la avenida Simancas, empuja con fuerza la desvencijada cancela del portal y entra. El interior está oscuro, sucias las escaleras y las paredes mohosas y salpicadas de desconchones. En una puerta de la primera planta se ve un cartel escrito con rotulador grueso que dice: Peluquería Purina. Reme la empuja y entra.
―Qué tiempo más raro hace, comenta.
―Es su momento, le contesta su hermana, ventarrón, calor y tormenta.
Reme la observa: está atareada limpiando unos boles y paletas de aplicar tinte; se fija en su cara, avejentada por un ejército de voraces arrugas que el deficiente maquillaje no alcanza a disimular, y por las evidentes canas ganando cada vez más terreno en una cabellera que, pese a su oficio, no se anima a teñir; ve las minúsculas gotas de sudor que se le han formado en la frente y sobre el labio superior.
―¿Todavía aquí?, pregunta.
Pura termina de enjuagar el recipiente, lo seca someramente y lo deja sobre un escurreplatos. Hay en su rostro una expresión concentrada y seria, casi hosca, en la que empieza el territorio desconocido e imprevisible de una mujer extraña.
―Qué quieres que le haga, dice al fin, el dinero hay que ganarlo todos los días.
―Ganarlo, sí, pero no dejarte la vida en el empeño.
Ahí te duele, verdad, jodía, piensa Pura, en el curro, que es lo que tú no has hecho en la vida. Por eso continúa:
―El dinero no entiende de horas ni calendarios, de sábados ni domingos, sólo de curro y de más curro.
―Que yo sepa, dice Reme, alzando la voz, no hay nadie en este barrio que tenga abierto el negocio hasta el sábado por la tarde para hacer la permanente a cuatro viejas.
Pura se pone unas gafas de montura roja, se sienta en un pupitre lleno de papeles, albaranes y facturas y empieza a revisarlas:
―Un poquito de respeto con mis clientas, por favor, que las tengo de todas las edades. Y algunas más jóvenes que tú.
―Ya será menos; pero mira, me juego lo que quieras a que esta tarde sólo has tenido a solteronas arrugadas y viudas solitarias, de las que tienen un rebaño de gatos gordos y caprichosos en casa para que les hagan compañía, pero aun así se aburren y vienen aquí en busca de un poco de charla.
Su hermana no le contesta y Reme se mueve por el reducido local, cortando el aire estancado y sólido que se cierra tras ella sin circular. Muebles de escombrera, náufragos de contenedor, amenazan con comerse el espacio libre. En sus estantes y repisas, atiborrados de productos, reina un caos irreversible. Hay una radio sobre un pequeño anaquel, donde los tintes se mezclan con una pila de casetes, la enciende y sintoniza una emisora. Suena la voz de Manolo García, El último de la fila, cantando su Insurrección.
―Anda, deja esas tonterías y vámonos al bar del Pollo.
Pura levanta la cabeza de la tarea y la mira con unos ojos cansados donde, sin embargo, brilla esa lucecita porfiada que las hace tan diferentes.
―Esto es un negocio: hay que anotar lo que entra y lo que sale. Si sale más de lo que entra, malo, y si se gasta poco pero se gana poco, también malo; que es exactamente lo que me sucede. Y tengo que ahorrar en lo que sea y trabajar hasta que reviente porque no me puedo permitir subir los precios, ni elegir a la clientela, ni cambiar a mis vejestorios, como dices tú, por señoras de postín, entre otras cosas porque no hay ninguna de esas en todo el barrio y, aunque las hubiera, ten por seguro que no vendrían a este local. Y todavía me doy con un canto en los dientes porque medio mundo está en el paro y yo al menos tengo cómo ganarme la vida.
Se hace un silencio repentino. Reme se acerca al tocador y tamborilea con los dedos sobre él, siguiendo el ritmo de la canción, “barras de bar, vertederos de amor”, que está de moda aquel verano, verano del ochenta y seis.