Revista Política
El verano es definitivamente para los niños. Debe ser así, por muchas razones, por energía, vitalidad, deseos irrefrenables de estirar las horas como si un inmenso chicle deleitara sus tiernos paladares. Yo lo recuerdo así. Veranos de largas noches, juegos infinitos, mañanas tardías en las que perezosamente abríamos nuestros ojos ante otra larga jornada de calle, gazpacho, ensaladilla rusa, siesta con tebeo y vuelta a la calle, a jugar hasta la última gota del día. De niños somos ajenos al calor, es algo que nos acompaña sin molestar, las prioridades son otras y unas gotas de sudor sólo sirven de aliño para seguir disfrutando más. El viaje a la playa, excitante, largo y tedioso pero con premio final. Pisar la arena, construir castillos que desafiaban la última ola, flotadores que nos salvaban la vida de ineficientes nadadores, piel quemada como tomates a la brasa, salidas nocturnas de helado y risas por el paseo marítimo, quizás un amor de verano efímero, imborrable en nuestra memoria. Ahora es distinto, el adulto avanza por el verano como una pesada tortuga. El calor es como una glotona carga, los días eternos con rayos de sol que evitan su derrota nocturna. Noches de ojos vigilantes, atormentados por el mercurio, esa raya tenue que sube sinuosa cual serpiente constante. Nos asomamos furtivamente al exterior, buscando ese suspiro que calme la sed de nuestra piel. Cacharros de toda índole vomitan su aire refrigerado sobre nuestra figura cansada, sudorosa y anhelante de los días de frío. El mar, el mar ya no es lo que era, ha perdido su encanto de contemplado. Ya no deleita nuestra mirada deseosa, se oculta entre sombrillas, bañistas, toldos gigantes y vendedores de gafas. La arena nos atrapa, nos engulle la vida. Le basta con devorar nuestras horas. Detrás de la barrera, cuando nuestro machete presuroso alcanza las primeras olas, un enemigo acecha entre sus aguas, un ser silencioso que se desplaza a la deriva, parece un muñeco, sin voluntad, transparente, hecho jirones que nos castigan con su indiferencia, nos azota con su veneno, nos tatúa la piel y nos grita en silencio que el mar es suyo. Nos volvemos ariscos, como autómatas en atascos en perpetuo colapso, irascibles por la impaciencia de encontrar el refugio de nuestra templanza. El diablo se regodea orgulloso, acechando en los subterráneos donde los pobres humanos aparcan sus carros de goma, chapa y humo. Sentados en hamacas nos miran y nos anticipan condenas sin recursos. El infierno está asegurado, el cielo... el cielo ya no es azul.