Revista Cultura y Ocio

Verdad y autoridad: El caso Galileo

Por Daniel Vicente Carrillo


No hay que ocultar que hubo razones de orden moral y político en la condena del heliocentrismo. Toda sociedad tiene un límite de tolerancia para las doctrinas que la cuestionan, y la convulsa Europa a caballo entre los siglos XVI y XVII no fue distinta en esto. Hoy muchos no admitirían que un científico intentase demostrar la inferioridad de una raza, ni es en general tolerada la menor disensión que cuestione la igualdad moral de hombres y mujeres -tanto menos la jurídica. ¿Es por amor a la verdad que se toma partido de esta manera, o es por amor al orden?
Sin embargo, hoy no entendemos fácilmente que la Iglesia se inmiscuyera en un ámbito que debería haberle resultado ajeno, o arriesgado al menos, a juzgar por su propia naturaleza. Se comprende mejor si se considera que por aquel entonces la ciencia no contaba con un aparato institucional que la resguardase, garantizando su independencia. En este sentido fue hasta cierto punto obligado, dado el vacío de poder académico, que Roma tomara cartas en el asunto.
Además, la teología conlleva una visión integral del mundo, sin constreñirse en consecuencia al ámbito espiritual. El teísmo no es necesariamente refractario a las doctrinas materialistas. Campanella, teísta y defensor de Galileo, fue discípulo de Telesio, un sensualista (ver a este respecto la "Philosophia sensibus demonstrata" del primero). El teólogo y el naturalista -aunados en ocasiones en una sola persona- podían confrontar sus pareceres en busca de una razón común, o refutarse el uno al otro. La escisión dramática de estas dos figuras es sólo un capítulo histórico que, pese a sus múltiples pormenores, muchos quieren elevar a paradigma.
Verdad y autoridad: El caso Galileo
El cardenal Bellarmino sostuvo equivocadamente que, aunque una teoría salve las apariencias en física, debe desestimarse hasta que no esté probada en todos sus extremos, si es que en su enunciación pone en peligro algo de lo contenido en la verdad revelada. No es ésta una actitud anticientífica, sino premoderna. El filósofo renacentista creía que había tanto logos divino en la Biblia, la Palabra de Dios hecha lenguaje humano, como en el llamado Libro de la Naturaleza, el mundo experimentable, esto es, su Palabra hecha realidad fenoménica. Sin embargo, se creía también -y con buen fundamento en base a estas premisas- que, siendo la Palabra revelada más accesible a nuestra débil razón que la Palabra cosificada, aquélla debía tener preferencia en caso de duda. Se trataba de una cuestión de jerarquía gnoseológica y no, pues, de simple y cerril fanatismo y negación de la realidad misma.
Bellarmino mantuvo la actitud de un literalista durante el proceso contra Galileo (no así en sus obras espirituales), pero entendiendo este término en la acepción matizada que he dado y que no es en absoluto invención mía, sino que constituye un lugar común en la hermenéutica del Renacimiento. Concedo por igual que el inquisidor esgrimió dogmáticamente la autoridad de los Padres, cuando éstos jamás discutieron de forma extensa y adecuada cuestiones astronómicas, cosa que reprochó con razón Galileo. Con todo, podemos sentar que, al menos formulariamente, estuvo dispuesto a replantearse su opinión si se le ofrecían pruebas incontronvertibles, hecho éste que lo excluye del fideísmo que suele atribuírsele. Fue, por consiguiente, un conservador que se equivocó en cuestiones que no eran de su plena competencia, y con él todo el Santo Oficio, la plana mayor del aristotelismo y buena parte de los eclesiásticos. Ahora bien, un error tan amplia y transversalmente compartido no puede tener una sola causa.
Vuelvo, pues, a Campanella, que en su defensa de Galileo aduce pasajes bíblicos, y a quien cabe llamar no obstante materialista o sensualista, aunque en un grado menor que Cremonini, el cual tuvo fundada reputación de ateo y de libertino. La Biblia, en general, se contemplaba como autoridad tanto por copernicanos como por anticopernicanos. Salvo que dudemos de la sinceridad de sus palabras, Galileo nunca creyó contradecirla, si bien sí contradijo la comentada hermenéutica por la que se prefería lo directamente inteligible -el texto sagrado- a lo experimentable y conjeturable. No se trata, entonces, de una imposición de Roma en aras de la ortodoxia, sino de una convención aceptada a lo largo y ancho de toda la Cristiandad por razones filosóficas, la cual es armónica en el catolicismo (fe y razón no se contradicen) y conflictiva en el averroísmo (teoría de la doble verdad). Fue necesaria la fundación de una ciencia nueva, cuyos cimientos están en Galileo, para alejar de la Biblia toda especulación naturalista, ni siquiera como piedra de toque, declarándosela desde entonces inhábil a estos efectos.
Visto así, se trata más de una evolución coherente, aunque lenta, que de una confrontación radical con vencedores y vencidos, racionales e irracionales. La Iglesia pasa de argumentar principalmente con la Biblia (patrística) a hacerlo principalmente con la razón (escolástica); y de observar la concordancia de ambos "Libros" -natural y sobrenatural- a reservar a cada uno de ellos un propósito distinto, y no obstante complementario. Hoy la Iglesia sostiene que la Biblia es, bajo el magisterio, cierta e inerrante en su doctrina moral, en su teología y en su metafísica, pero no en otras cuestiones excusables por nuestra ignorancia -que podría no entenderlas aunque le fueran reveladas- y por su nula transcendencia pastoral. Se afirma al mismo tiempo que nada de lo que la física o cualquier otra disciplina científica postulen puede entrar verdaderamente en contradicción con los presupuestos filosóficos de la Biblia definidos por el catolicismo. En breve: se mantiene la dualidad y se respeta la especialidad. Este equilibrio no se lo debemos ni al ateísmo ni al secularismo reduccionistas. Tampoco al gran florentino que el ateísmo ha pretendido interesadamente convertir en mártir.
Galileo fue a Roma, a pesar del peligro que asumía, porque los científicos del Colegio Romano eran tenidos por los mejores de su tiempo y las máximas autoridades en el campo que Galileo aspiraba a revolucionar. No fue a rendir pleitesía al Papa, ni a humillarse ante oscurantistas de caricatura, sino a departir sobre sus nuevos descubrimientos con los príncipes de la Iglesia, que lo recibieron con toda pompa y entre los vítores del pueblo.
Verdad y autoridad: El caso Galileo
Respecto a Cremonini, es cierto que era amigo de Galileo, como lo era el Papa, que no obstante lo condenó a retractarse. No es inverosímil, pues, que coadyuvase con su gran influencia académica al éxito de la primera interdicción. Le iba en ello la cátedra, ya que si Aristóteles erró, Cremonini devenía maestro de falsedades. Años antes había escrito en una obrita manifiestamente antigalileana que "los matemáticos" no estaban en situación de afirmar con certeza nada sobre aquello que sus sentidos no podían asegurar. Esto es exactamente lo que Bellarmino no se cansó de repetir en la instrucción del caso que desembocó en la censura de las tesis copernicanas (no en la condena de Galileo, que fue posterior a la muerte del cardenal y del peripatético). Así, tenemos una total coincidencia de pareceres entre un reputado filósofo materialista, ferviente partidario de la separación de la filosofía y la teología, y un inquisidor aquejado de excesivo celo literalista y supuestamente ignorante, lo que no ha de dejar de asombrar a quienes ven en la religión el origen de todas las calamidades morales e intelectuales del género humano.
Con gran aplomo, Cremonini prosigue: "Si estuviéramos cercanos a la estrella, no habría dificultad, pero puesto que el entendimiento queda perplejo ante semejantes distancias, sabed, matemáticos, que no partís de los sentidos más de lo que los filósofos lo hacemos". En fin, la famosa anécdota según la cual se negó a mirar por el telescopio es una de las varias leyendas que ha forjado el caso Galileo, en las que indefectiblemente éste aparece como un héroe impertérrito rodeado de siniestros zotes. Cremonini sí observó la superficie lunar por el telescopio, tras lo cual afirmó sentirse abrumado y no poder llegar a conclusión alguna por no saber cómo interpretar aquellos datos ("quel mirare per quegli occhiali m'imbalordiscon la testa: basta, non ne voglio saper altro."), lo que no equivale a rechazarlos y sí a suspender el juicio. Muy probablemente otro tanto sucedió con Giulio Libri, pese a los sarcasmos de Galileo tras su muerte ("ya que nunca quiso verlo desde la tierra, quizá lo vea de camino al cielo").
Cremonini, no menos que Bellarmino, defendía el statu quo de la ciencia vigente y que, pese a sus carencias explicativas bajo el sistema de Brahe, se tenía por suficientemente sólida. Ambos eran muy inferiores en conocimientos matemáticos al especialista Galileo, pero ¿acaso no fue tras la aceptación paulatina de las conclusiones del Diálogo, y no antes, cuando la intelectualidad europea, con Descartes y Leibniz a la cabeza, aceptó que el mundo pudiera estar regido por una "mathesis universalis"? Ergo, Bellarmino y Cremonini, hombres de su tiempo, debieron apreciar en esa cosmovisión matematizante, de platónicos resabios, la hipótesis "ad hoc" que Galileo debía demostrar más allá de las propias matemáticas. Que los guiaran propósitos distintos -la defensa de Aristóteles y la salvaguarda de la Biblia, respectivamente- no convierte al último en más fanático u obstinado que el primero. Y, en suma, no hay que olvidar que Bellarmino actuaba en buena medida como político (aunque se trate de la policía del alma) y no sólo como sabio. Habiendo sido instructor del proceso de Bruno, conocía el potencial herético de la tesis heliocéntrica, sin duda más de lo que la Iglesia podía tolerar en un tiempo de cismas y rebeliones. Este atenuante no sirve para Cremonini, que obró en todo momento como filósofo materialista y por la sola autoridad de Aristóteles, sin importarle lo más mínimo las consideraciones de orden público.
Así, la Iglesia, que ya antes había patrocinado el heliocentrismo, supo rectificar a medida que las pruebas en favor de esta teoría devinieron incontestables, aunque tuviera que pasar cerca de un siglo hasta que el Papa Benedicto XIV excluyó la obra galileana del Index. Galileo sufrió, mutatis mutandi, algo parecido a Pedro Abelardo: fue condenado al ostracismo por la novedad que representaba, y en parte por su gran arrogancia defendiéndola, aun cuando la Iglesia adoptó sus posicionamientos en el siglo siguiente, a saber, el heliocentrismo y la no cientificidad de la Biblia tocante a Galileo; respecto a Abelardo, la confrontación sistemática de la autoridad con la razón.


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