Las palmeras de por sí ya tienen un intenso color verde. No es que esta especie de gecko intensifique aún más su color. Sería difícil.
A veces son más juegos de luces y sombras que cuestión de color. Allí estaba el gecko, trepador incansable, observador de todo lo que pueda resultar apetecible. Se paseaba por la hoja de palmera, al borde de la arena, una hoja que caía sobre el suelo y se mecía con la brisa. Yo pensaba en lo verde que era aquel gecko. En lo verde que era la hoja, con sus matices.
¿Qué hacía un gecko ahí, casi en la arena? Vale que no pisaba el suelo... y no debería sorprenderme, ya había visto antes lagartijas haciendo de las suyas en la arena... (aunque una lagartija no es un gecko, de acuerdo). Pero ¿tan verdes? Su sitio estaba en la palmera. Verde con verde. Lo de bajar a la arena blanca sería exponerse demasiado.
Había leído en alguna parte que los investigadores estuvieron años intentando entender cómo los geckos se quedan pegados a las superficies. Y al final parece que se debía a las fuerzas de Van der Waals. Me pareció impresionante.
Mientras pensaba todo esto, el gecko se mostraba y se ocultaba, girando sobre cada una de las partes de la hoja, con su pequeño cuerpo retorciéndose ágil. Buscaba bichitos que comer. Y dejaba pasar el rato mientras jugaba con la hoja como si fueran las hojas de una persiana. Verde con machas rojas. Verde con ojos azules. Varios tonos de verde. Verdes más verdes.
Y mientras miraba ese verde ocurrió algo que nunca, nunca, jamás podré olvidar.
Pero esa es otra historia.