Por Elisenda N. Frisach
La última realización de Asif Kapadia, Senna, galardonada con el Premio del Público en el Festival de Sudance de 2011, confirma el talento de este director británico quien, con sólo tres largometrajes en su haber, ha explorado los recursos del lenguaje fílmico con una capacidad para la innovación tan única como refrescante.
Ante una cinta de estas características, lo primero que hay que decir es que, para verla y, sobre todo, para disfrutarla no hace falta ser un aficionado de la Fórmula 1, ni siquiera conocer la figura de Ayrton Senna, aunque, desde luego, es de suponer que a los amantes de este deporte les resulte toda una experiencia.
Dicho lo cual, la película Senna es, básicamente, un atípico biopic, cuya originalidad no se asienta en una subversión de los tópicos del género, si no en una exasperación clasicista de los mismos. Por ello, más que el paradigmático recorrido hollywoodiano de la gloria a la caída y de la redención a un nuevo auge, a lo largo de su metraje presenciamos el recorrido vital de un héroe épico que, como no puede ser de otra manera dada su grandeza, está condenado a la tragedia, a refulgir con mayor intensidad que los otros antes de consumirse prematuramente. Lo más meritorio, empero, de semejante planteamiento es que Kapadia trasciende el hagiográfico guión de Manish Pandey basando el discurso visual exclusivamente en imágenes de archivo. Así, y salvo algunas voces en off explicativas de conocidos y familiares del piloto brasileño como Ron Dennis o Viviane Senna, toda la obra se articula en torno a la cuidada selección de vídeos domésticos, de filmaciones de carreras, de entrevistas televisivas y de grabaciones privadas de la FIA. Si, como es bien sabido, el montaje es la piedra de toque del lenguaje cinematográfico, en Senna es sencillamente la razón misma de la existencia del filme, el arrebatador poderío del mismo. El material seleccionado, la transición entre cada escena, el uso de los flashbacks, la inserción de las voces extradiegéticas, la congelación de las imágenes, la eliminación del sonido original, la alternancia entre la cámara desde la cabina del piloto y las cámaras en el circuito… Todos y cada uno de los detalles del montaje son empleados con tal habilidad que el resultado deviene excelente e inaudito a partes iguales.
Tengamos en cuenta que, si bien ya hace un tiempo que cada vez más se imbrican los documentales, el mockumentary y el empleo de técnicas documentalistas para explicar historias ficticias o basadas en hechos reales (donde encontraríamos a autores tan variopintos como Winterbottom, Greengrass, Guerín o Herzog, y a películas no menos dispares como Borat, Forgotten Silver, REC, Zelig, Noche de estreno, This is Spinal Tap…), con Senna asistimos a una nueva vuelta de tuerca de esta disolución de los límites entre realidad y ficción: más que un documental es un “hiperdocumental”, en el que se eluden sempiternos recursos del género para aumentar su verismo pero donde, en cambio, se traza una obra de tesis completamente parcial y subjetiva.
Y es que Senna narra, sobre todo, el enfrentamiento entre los dos pilotos más importantes de los años 80-90, Alain Prost y Ayrton Senna, con un protagonista descrito cual un semidiós, valiente, generoso, tenaz y honesto −y, por qué no decirlo, carismático y apuesto−, pero también inmisericorde, colérico y duro, mientras que ante él hallamos a una verdadera cohorte de villanos dispuesta a impedir su merecida gloria, encabezados por un siniestro Jean-Marie Balestre a la sombra de Prost, némesis por excelencia de Senna y casi tan buen corredor, pero falto de sus valores, de forma que se nos muestra siempre en su peor faceta (hipócrita, envidioso, manipulador y, encima, por qué no decirlo también, sin las cualidades estéticas del brasileño).
En palabras de su director, Senna es, en realidad, “un largometraje con actores no profesionales”, que reflexiona de forma lúcida sobre el papel del héroe en tanto encarnación de lo mejor de su raza (de ahí la adoración, continuamente explicitada, por parte de sus compatriotas), pero asimismo en tanto víctima propiciatoria para expiar los pecados de sus semejantes (de ahí, también, los tintes cristológicos que salpican el destino final del piloto, ferviente católico). Una película, en definitiva, personal y emocionante, mucho más cercana al western que al blando panegírico de las sport movies, que cambia los caballos por los coches, y a Gary Cooper por Ayrton Senna, y que logra conmover al espectador de forma sutil e inteligente: ahí es nada.