María José Pérez González, ocd
El 4 de marzo de 1621 fallecía en Bruselas Ana de Jesús (Lobera). Hoy es un día para recordarla, y lo vamos a hacer destacando en ella un rasgo de su personalidad que nos permitirá conocer mejor su grandeza humana.
El 20 de enero de 1582, tras varias jornadas de viaje, Ana de Jesús y Juan de la Cruz, con un grupo de hermanas, fundaban el Carmelo femenino en Granada, si fundar puede llamarse a esa llegada en la más absoluta precariedad, sin un convento ni siquiera de alquiler en el que iniciar la vida comunitaria. No se pudo disponer de la casa que el vicario provincial tenía apalabrada, y fueron acogidas por una benefactora, la viuda Ana de Peñalosa y su hermano, Luis de Mercado, en su vivienda hasta que encontraron un lugar al que trasladarse, meses después.
Ese Carmelo de San José de Granada no lo pudo fundar directamente Teresa de Jesús porque ya se había comprometido a ir a fundar a Burgos por esas fechas. Por ello, delegó en Ana de Jesús, considerándola totalmente capacitada para la tarea. Pero los escollos de la fundación granadina, los errores que pudo cometer Ana de Jesús y la dificultad en las comunicaciones dieron origen a una serie de complicaciones y de malentendidos que quedaron plasmados en la carta que Teresa de Jesús le escribirá el 30 de mayo de 1582 y que se ha dado en llamar “carta terrible”. Es verdad que Ana de Jesús, dotada de gran iniciativa, tenía tendencia a obrar con criterio propio. Teresa dirá de ella que «lo quiere mandar todo»[1]. Ciertamente, la fundación no pudo hacerse con la normalidad que se esperaba y Ana de Jesús tuvo que tomar, sobre la marcha, decisiones que pudieron ser desacertadas, pero a quienes hoy leemos la carta nos parece que la Madre carga excesivamente las tintas. Bien se refleja aquí lo que dice la propia Teresa, en carta a otra de las grandes prioras, María de San José: «…con quien bien quiero soy intolerable, que querría no errase en nada» (finales de diciembre 1579).
Teresa estaba muy contrariada por cómo se llevó a cabo la fundación («se erró desde el principio»—escribirá). Reprocha a Ana que no informara debidamente, cuando las comunicaciones entre Granada y Burgos, en época invernal, eran muy poco propicias para un carteo fluido. La acusa de generar dependencias afectivas, de desobediencia, de falta de humildad y transparencia, de búsqueda exclusiva del bien propio, de abuso de confianza con los benefactores, de insensibilidad e injusticia para con las hermanas legas de Villanueva de la Jara… y podríamos seguir. Pero no es solo lo que le dice. Habría que añadir la severidad del tono que utiliza, unido, en determinados momentos, a una ironía que intensifica la crítica. Escrita solo cuatro meses antes de la muerte de Teresa, todo podría hacernos pensar que ya no hubo tiempo para coser lo que se pudiera haberse roto en la relación, que ambas mujeres podrían haber quedado enemistadas después de este episodio de desencuentro. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Por si hubiera alguna duda, tenemos la prueba en una carta que la Revista de Espiritualidad[2] acaba de publicar en su versión original (hasta ahora solo se había publicado una versión francesa y una traducción al español de esa versión francesa). Así, tenemos la oportunidad de “escuchar” las palabras literales de Ana de Jesús en esta carta a su prima María de San Ángel (o San Ángelo), también carmelita descalza, en el monasterio de Salamanca. La misiva habría que fecharla pocos meses después de la muerte de Teresa, ocurrida en Alba de Tormes el 4 de octubre de 1582.
Reproducimos a continuación el fragmento que nos interesa:
«… A todas mis verdaderas hermanas de esa casa, mucho más las amo después que Su Majestad nos dejó solas sin nuestra santa Madre, y qué razón tenemos de sentir su falta y más las que tanto la debíamos. Para consolarme de verla siquiera pintada envié a Sevilla por un retrato del que allí habían sacado de su Reverencia y con hacerle el mejor pintor y llegar a diez ducados no viene para ver, que de buena gana diera otros tantos si ahí el Racionero Peña nos la hiciera retratar como él la vio, que la miraba con harta atención cuando pintaba el Cristo del coro, dígaselo la madre priora y vuestra reverencia. Quizá se le acordará y nos la sacara al vivo, como tiene tan buena mano y espíritu, a mí me le haría verla y mucha compañía, que aun este retrato me la hace, con no estar bueno. ¡Qué para poco fuimos en no la hacer retratar el Racionero! Por amor de Dios, se procure, que quizá podrá ahora, y avíseme de ello, hermana mía…».
El tema principal que aborda Ana en esta carta es su deseo de conseguir un retrato de Teresa de Jesús que alivie, al menos en parte, la pena de su ausencia, ya que está muy reciente su fallecimiento. Ana de Jesús escribe a su prima: «qué razón tenemos de sentir su falta y más las que tanto la debíamos». Para consolarse, Ana desea tener a la vista, al menos, el retrato de Teresa. Sabía de la existencia del que pintó fray Juan de la Miseria en Sevilla (el 2 de junio de 1576), por mandato del P. Gracián y encargó una copia. Ana queda muy descontenta del resultado. Había puesto ilusión en la obra, y en tiempos de tanta escasez, no escatimó dinero (10 ducados, es decir, 110 reales), buscando “el mejor pintor”, un artista que pudiera hacer una réplica de calidad. Quizá la culpa del pésimo resultado («no viene para ver», dice Ana) no sea del copista, sino del original, como relata el propio Jerónimo Gracián: [fray Juan de la Miseria] «la retrató mal, porque, aunque era pintor, no era muy primo, y así decía la madre Teresa con mucha gracia: Dios te lo perdone, fray Juan, que ya que me pintaste, me has pintado fea y legañosa»[3].
Ana se lamenta de no haber pedido al racionero Peña que la retratase, ya que este se había relacionado directamente con la Santa y era un diestro pintor. Juan de la Peña, racionero de Salamanca, es una figura conocida en el entorno teresiano. De él hablan los primeros biógrafos de la Santa. Francisco de Ribera nos proporciona esta valiosa información: «Yo he visto dos pequeñas imágenes que la Santa Madre traía consigo, una del Señor resucitado y otra de Nuestra Señora, que pintó Juan de la Peña, Racionero de Salamanca, que después murió religioso de la Compañía de Jesús. Hízoselas pintar la Madre conforme a las figuras que en su memoria quedaron impresas de las visiones que tuvo, y estaba ella allí delante y le decía lo que había de hacer, y salieron las imágenes tales, que aunque la industria de todos los pintores no basta a igualar ni con gran parte la hermosura de lo que en semejantes visiones se ve, nunca creo yo hizo él cosa que a esta llegase»[4].
Ana de Jesús había dejado Salamanca a finales de 1574, para iniciar una ruta que la llevaría —con Teresa y otras compañeras— a Beas de Segura, en Jaén, donde quedó como priora. Quizá por esa razón ignoraba que el racionero Peña había ingresado en la Compañía de Jesús el 8 de septiembre de 1576[5], y las hermanas de Salamanca ya no podían contar con él para que pintara el retrato de Teresa a partir de la imagen que podía tener de ella en su memoria («la miraba con harta atención cuando pintaba el Cristo del coro»).
Como vemos, no hay ni asomo de resquemor en Ana de Jesús, sino todo lo contrario. Echa de menos a la Madre y reconoce con gratitud cuánto le debe. Su nostalgia le lleva a buscar por diversas vías conseguir un retrato de Teresa que mitigue la soledad que siente tras su muerte. Saber aprender de los errores y no dejar que el amor propio envenene las relaciones son rasgos que nos hablan de la calidad humana de esta carmelita descalza, capitana de las prioras, que pronto va a ser beatificada.
[1] Al padre Jerónimo Gracián, en Salamanca. Ávila, 29 noviembre 1581.
[2] M. J. Pérez González, «Dos cartas de Ana de Jesús: Versión original inédita y comentario», Revista de Espiritualidad nº 329 (2023), 597-613.
[3] Jerónimo Gracián, “Peregrinación de Anastasio”, en Obras del P. Jerónimo Gracián de la Madre de Dios, Tomo III: Propagación de la fe, Peregrinación de Anastasio, otras obras y epistolario (Burgos: Monte Carmelo, 1933), 202.
[4] Francisco de Ribera, Vida de santa Teresa de Jesús, (Barcelona: Gustavo Gili, 1908), lib. I, c. XI, 138.
[5] «El pintor novicio había nacido en Guadramiro (Salamanca) partido judicial de Vitigudino. Entró en la Compañía de Jesús el 8 de septiembre de 1576, siendo ya sacerdote. Había sido admitido en Salamanca, y pasó a Villagarcía el 19 de marzo de 1577 a continuar el noviciado bajo la dirección del P. Baltasar Álvarez, por encargo del cual pintó la imagen del Salvador. Venía ya al noviciado con fama de pintor; pues en los documentos trienales de 1576, cuando acababa de entrar en Salamanca, se hace constar que su oficio es pintor, y que tiene cualidades para esto». Conrado Pérez Picón, Villagarcía de Campos. Estudio histórico-artístico (Valladolid: Institución Cultural Simancas; Diputación Provincial, 1982), 155.