Revista Cultura y Ocio
Lo dice el santanderino Gerardo Diego en una de las primeras páginas de este poemario: “Regresa el pájaro a la jaula”. O, dicho de un modo menos lírico y más prosaico: abandona las aventuras métricas y rítmicas que lo habían ocupado en los meses anteriores y retorna a un espacio donde se siente mucho más cómodo y donde fluye con mayor naturalidad. Menudean los sonetos (que siempre cinceló con especial fortuna y donde consiguió monumentos como “El ciprés de Silos”), se detiene en los romances y, en general, demuestra su elevada musculatura lírica en todas aquellas estrofas donde el clasicismo de la forma no está reñido con la innovación temática.Creo que el mejor Gerardo Diego estuve siempre en el ámbito apolíneo, y que en él obtuvo sus logros más memorables. Sabe escribir música con sus versos. Sabe conformar poliedros rítmicos donde todo está medido, equilibrado, orquestado. Y luego espolvorea esas composiciones con destellos notables, como cuando nos define a una cigüeña llamándola Hada madrina de los campanarios o cuando fija la mejor descripción de una pequeña plaza de pueblo diciendo que su esencia consiste en soledad de once meses / soñando con las fiestas.Otras veces, el cántabro se detiene en poemas como “Carnaval de Soria” (retrato espléndido del ambiente que se respira en esa celebración castellana, tanto en las calles como en el casino. El ritmo musical, logradísimo gracias al manejo de los octosílabos, se adelgaza en el tramo último con el paso a hexasílabos) o como el celebérrimo “Brindis” (el poema que firmaría cualquier profesor vocacional). Además, en este volumen se ocupó de dedicar textos a algunos de sus amigos más profundos, como José María de Cossío, José del Río o Juan Larrea.
Se ha dicho (y la crítica es desde luego admisible, y hasta rigurosa) que Gerardo Diego resulta fatigoso si se leen muchas páginas seguidas de sus composiciones. Es verdad. Pero si somos justos convendremos en que ningún sonetista resiste que se lean treinta o cuarenta poemas suyos de un tirón. Ni don Francisco de Quevedo. Ni Lope de Vega. Ni Miguel Hernández. Eso, evidentemente, no resta calidad al autor, sino que nos indica que debemos acercarnos a él con lentitud y en pequeñas dosis. Aconsejo actuar así con Gerardo Diego, quizá nuestro premio Cervantes más incomprendido.