Revista Cultura y Ocio

Vértigo – @tearsinrain_

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Fue más una sensación que un hecho en sí. Como un temblor. No cayó nada de los edificios ni se abrió el suelo. La sensación era de un cosquilleo que las calles y los edificios me transmitieron, un cosquilleo de aquellos demasiado fuertes, que más que hacerte reír te hace algo de daño. Luego silencio. Madrid quedó callado durante unos segundos, o al menos a mí me lo pareció. Alrededor, diferentes personas que paseaban por la Plaza del Ángel se habían detenido y escuchaban, esperando una respuesta a aquél hecho desconocido para todos. Entre aquel sigilo o, mejor dicho, aquella prudencia colectiva, apenas noté el temblor del móvil en el bolsillo interior de mi americana, ese tweed que únicamente me ponía las mañanas que mi mujer me preguntaba, con algo de ironía: “¿Has vuelto a ponerte la americana que te regalé?” y yo todo falso orgullo decía que claro, y que mira, hoy mismo me la pongo. He de reconocer que antes de responder, antes de identificar que aquello era el teléfono que vibraba, temí que fuera otro temblor como el anterior y me sobresalté. Pero no, era el móvil. En la pantalla el nombre de mi redactor jefe. Solamente verlo supe que algo había pasado. Un terremoto en Madrid, pensé y el frío de marzo caló más hondo, recordándome que la chaqueta negra habría sido más adecuada para aquella fría mañana.

¿Dónde estás?”, preguntó él sin apenas darme tiempo a saludarle. Su voz sonaba apresurada y su tono, grave.

Cerca de las Cortes”, le dije, “en la Plaza del Ángel. Pero sabes que hoy es mi día libre, ¿verdad?”, añadí marcando esa cadencia de mi voz que a mí siempre me ha parecido simpática pero que creo que a nadie más se lo parece, la que uso para hacer ver que hablo en broma cuando estoy hablando en serio.

¿Puedes ir hacia Atocha?

¿Es por el terremoto? ¿Ha sido un terremoto o qué…?

No lo sabemos. Se ha oído una especie de explosión y sale humo por todas partes, o eso me han dicho. Ya sé que es tu día libre, pero ¿puedes ir?

Claro”, respondí, “Será un incendio o algo parecido”.

Ojalá…

Pero no era un incendio. Inmediatamente después del ojalá, que me ha quedado grabado precisamente por lo sucedido, se oyeron una serie de explosiones: dos, tres… Ahora no tuve duda de nada, eran explosiones que lo hicieron temblar todo, a distancia, como el resonar de un mazo sobre un tambor gigantesco, profundas. No fueron detonaciones fuertes y ensordecedoras, sino que estaban envueltas en un silencio protector. Colgué el teléfono al tiempo de ver que tenía solo media batería y empecé a bajar por Las Huertas mientras la gente salía de las tiendas, asomaban la cabeza en los balcones. Pronto ya no caminaba, corría. Giré por León y al fondo, el la calle Atocha, se veía ya un atasco y empezaban a sonar sirenas, algo lejanas todavía. Seguí corriendo luego por Atocha y divisé el humo que se alzaba por encima de los edificios y, a medida que me acercaba a la estación de trenes, veía más caras con las manos tapadas, más expresiones de horror y, sobretodo, muchas más del miedo que invade ante una amenaza desconocida. Atocha se atascó completamente en nada, la gente salía del coche a ver qué ocurría, la acera estaba repleta de curiosos. Después de la rotonda, al tomar Infanta Isabel, el caos ya era claro y contundente. El humo se alzaba espeso y de un marrón oscuro mezclado con grises, personas corriendo en sentido contrario y otras haciendo como yo, yendo hacia la estación. Los bomberos y la policía se acercaban viniendo de todas partes, desde la Ronda, desde Alfonso XII, desde el Paseo de Prado. La calle de la estación estaba impracticable, pero no era nada comparado con lo que encontré una vez allí. El aliento de correr tanto se me paró en seco, me invadió una angustia que me paralizó mientras por dentro una vocecita gritaba: “no puede ser, no puede ser”. Mi móvil empezó a vibrar. Lo cogí mientras llegaba al andén, no sé si lento o rápido, ni siquiera recuerdo haber respirado.

Carlos, ¿qué ves?, eres nuestros ojos aquí, cuéntame que ves, ¡joder! Entras en directo, ¿me oyes?

Veo un cercanías”, dije en voz pequeña, seca y temblorosa, “un cercanías que… que tiene agujeros que lo parten. Hay, hay… hay gente tendida fuera del convoy, sobre las vías, gritan, otros corren entre… Los bomberos acaban de llegar, y la policía, Dios esto es una pesadilla, es como irreal, es…”. Alguien pidió ayuda estirado en el suelo, me miraba a mí. Policía, bomberos y ambulancias parecían estar en dos equipos: uno de ponerse las manos en la cabeza y no creerse lo que veía, otro de actuar sin control, de moverse tan rápido que no podía ser que pensaran de forma clara. Entre ellos algunos pasajeros que no parecían heridos ayudaban a otros, había gente que deambulaba como perdida hasta que un sanitario o un bombero les atendían y les enviaba a las ambulancias.

Hay muchos muertos, joder, hay muchos muertos”, un bombero lloraba mientras hablaba con una compañera. Alguien daba órdenes chillando, allí, allí, al último vagón…

Carlos, habla tío, habla, te voy metiendo en el directo, dinos qué está pasando, ¿vale? Cálmate, eres nuestros ojos.”

Es una matanza, pensé. Es una matanza y tengo que contarla. Pero no me veía capaz de hacerlo. La escena me sobrepasaba, mis sentidos no podían centrarse, iban como locos buscando la parte de mi cerebro que fuera capaz de procesar esto. Sin embargo empecé a hablar, no para la radio, no para las noticias ni para nadie, sino para mí, para entender que cojones pasaba.

Ha habido una serie de explosiones, el tren de cercanías está partido, agujereado en diferentes puntos. Y hay muertos, muchos muertos, quizá… no sé, treinta, ¿cuarenta?, ¿cincuenta? Más de los que puedo contar. Sale humo de diferentes puntos del tren, se oyen gritos de dolor, gritos de ayuda.” Sin darme cuenta me había acercado mucho al tren, me movía entre cadáveres y heridos. “Dentro de los vagones veo muchos cuerpos, hay personas esperando a ser atendidas, hay, hay gente ayudando a los heridos, yo…”. No pude continuar, colgué. Una mujer lloraba, con la ropa desgarrada por todas partes, apoyada en un poste de luz. Tenía sangre en la cabeza y en las piernas y brazos. Lloraba en el silencio que produce la incredulidad, el shock de no saber nada. Me quité la americana y se la puse a ella, la ayudé a caminar hacia donde unos paramédicos atendían a otros heridos. Le dije que todo iría bien, esa frase que usamos cuando no sabemos qué decir. Entré en antena de nuevo pero la batería se agotaba, expliqué lo que oía decir a los cuerpos de seguridad y alguna otra cosa. Colgué secamente, cada vez más conmocionado, me sentía incapaz de continuar, el vértigo regresaba. Avancé, caminando entre los cuerpos, recibiendo empujones de los agentes que corrían. En mi mano derecha el teléfono casi sin batería sonaba con insistencia. Espera, pensé, lo tienes en silencio. Estaba aturdido y no pensaba con claridad. Era eso. Pero entre el ruido y el humo el timbre del teléfono insistía. No uno solo, muchos timbres formando una sinfonía extraña, casi macabra, saliendo de todas partes y sin ninguna respuesta, ¿por qué no la había?

Porque lo que sonaba eran los teléfonos de los muertos.

[Este relato no habría sido así, y seguramente peor, sin los apuntes facilitados por @anaruize. Y gracias a los y las periodistas que ese día contaron lo que pasaba.]

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