Al extremo, al último extremo de la fila de barracas, como si, vergonzoso, se hubiera él mismo desterrado de todos aquellos esplendores, vi a un pobre saltimbanqui, encorvado, caduco, decrépito, a la ruina de un hombre, recostado en un poste de su choza; choza más miserable que la del salvaje embrutecido, harto bien iluminada todavía en su desolación por dos cabos de vela corridos y humeantes.
Por doquiera, gozo, lucro, liviandad; por doquiera, certidumbre del pan de mañana; por doquiera, explosión frenética de la vitalidad. Aquí, miseria absoluta, miseria embozada, para colmo de horror, en harapos, cómicos, en contraste traído, más que por el arte, por la necesidad. ¡No se reía aquel desgraciado! No lloraba, no bailaba, no gesticulaba, no gritaba, no cantaba ninguna canción, alegre ni lamentable, ni imploraba tampoco. Estaba mudo, inmóvil; había renunciado, abdicado… Su destino estaba cumplido.
Pero, ¡qué mirada profunda, inolvidable, paseaba por el gentío y las luces, cuyas olas movedizas iban a pararse a pocos pasos de su repulsiva miseria! Sentí que la mano terrible de la histeria me oprimía la garganta, y me pareció que me ofuscaban los ojos lágrimas rebeldes, de las que se niegan a caer.
¿Qué haría yo? ¿Para qué preguntar al infortunado qué curiosidad, qué maravilla podría enseñar en aquellas tinieblas malolientes detrás de la cortina desgarrada? No me atrevía, a la verdad; y aunque la razón de mi timidez haya de moveros a risa, confesaré que temí humillarle. Acababa por fin de resolverme a dejar al paso algún dinero en una tabla de aquéllas, esperando que adivinara mi intento, cuando un gran reflujo de gente, causado no sé por qué perturbación, hubo de arrastrarme lejos de allí.
Y al marcharme, obsesionado por aquella visión, traté de analizar mi dolor súbito, y me dije: ¡Acabo de ver la imagen del literato viejo, superviviente de la generación de que fue entretenimiento brillante; del poeta viejo sin amigos, sin familia, sin hijos, degradado por la miseria y por la ingratitud pública, en la barraca donde no quiere entrar ya la gente olvidadiza!
Charles Baudelaire
«El viejo saltimbanqui»
El spleen de París
Traducción: Enrique Díez-Canedo
Foto: Charles Baudelaire
