Llamaron camino a esos escombros de cielo que cayeron sobre el suelo, a los espejos rotos de los sueños que llovieron a mis pies y reflejaron la mirada triste del que ha apostado no para ganar, sino para saber cuánto está dispuesto a perder. En los charcos de lágrimas veo que he perdido las bragas en las que florecían coágulos menstruales y, sin duda, yacen junto al cadáver de mi infancia enterrada en la cuneta de la inocencia. Camino serpenteante de piel húmeda que se retuerce entre las sombras y que se pierde en el horizonte para darse la mano con el destino, el aire se enfría y mis pulmones no calientan el helor de cada bocanada. Hace frío de soledad contra el mundo y la caperuza roja en mi cabeza no hace que los pelos no se me pongan de punta. Esta cesta pesa cada vez más porque la ha cargado el Diablo y me siento pensando en madre apuntándome con la escopeta mientras enciendo un cigarro. Madre siempre estuvo demasiado borracha como para conducirme a la felicidad, aunque nunca le faltó puntería para saber dónde herir. Corrí, corrí como una puta loca que es amenazada por otra puta loca con esos dos ojos negros que escupían pupilas dilatadas de plomo. Estoy cansada… Las piernas aún me tiemblan y la casa de mi abuela aún está a tres cuartos de hora de caminata.
Tiro el cigarro a medias. He oído aullar a madre, viene tras de mí. Sé que huele mi miedo. Aúlla como cuando está con un hombre en la cama, aúlla como si fuera la última luna, aúlla como la loba depredadora que es. Camino deprisa, a la velocidad del terror, y el camino se me hace agónico trayecto del dolor de ida sin posibilidad de retorno. Madre está cerca, siento la puñalada de su mirada entre las sombras que empiezan a camuflarse con la creciente oscuridad. He visto el brillo del filo de su cuchillo, la luz de la luna lamiendo el frío metal, el aullido cada vez más cercano haciendo eco en el susto de mi pecho. Ya se acerca… la oigo respirar ruidosamente… Yo huelo la muerte, el hedor que danza con el helor en los pulmones que me hace hinchar el pecho para quedarme sin respiración ante el frío aliento de la dama calavera… Tengo hasta los pezones en alerta, los ojos llorosos a punto de congelarse y volverse todo de una impenetrable niebla, esa niebla que empaña el brillo de la mirada de alguien cuando muere. Tengo a madre ya detrás cuando vuelvo la mirada. Su pelo enmarañado de negras telarañas cayendo por su demacrada cara pálida, sus secos labios agrietados, me llega la fetidez de su aliento macerado en vodka de sus turbias pupilas ahogadas en noches eternas de no llegar nunca a la última copa, de asfixiarse entre mantas sucias manchadas de sangre y esperma, de beber hasta caer sin sentido en los charcos de su debilidad. Sus ojos gris acero resplandecen en toda su locura en la noche. Corro, sin dejar de mirarla aterrada mientras el aliento del frío miedo se me congela en la boca y tropiezo con una rama que una tormenta, un gigante enfurecido, o el mismo destino ha dejado tirada en mitad de mi huida. Caigo arrastrando mi cuerpo hecho polvo por el polvo del camino que sabe a cenizas, que se me mete en la boca robándome el aliento, que se clava en mis rodillas y me arranca la carne de las palmas con un mordisco de sus fauces de tierra y grava. Gateo compulsivamente, cegada de repente por la tierra que ha invadido mis ojos anegados en miedo para alejarme de madre y de los perros rabiosos de su ira alcohólico-homicida que oigo correr tras de mí con la galopada de una muerte que intuyo inminente.
¡Madre se acerca! La tengo encima y la siento caer sobre mí con un salto precedido de acero afilado en luna nueva y marcado con la sangre de esos ángeles protectores que me abandonaron hace tiempo. Siento el viento sobre mí… Quizás no estuvieran muertos y han desplegado sus alas porque madre cae junto a mi cabeza, sin rozarme siquiera, y continúa corriendo a través del bosque, azotada con coronas de espinas por una cohorte de fantasmas.
Aferrada al último hilo de cordura, consternado porque todavía no sabe qué hace vivo en esa noche de locura, me levanto buscando nerviosamente a madre. Creo ver sus ojos de espejo escrutándome tras el tronco de un árbol y un repentino rugido me eriza dolorosamente todo el vello del cuerpo y mi respiración, ronco resuello, se convierte en estertor de agonía.
Oigo su risa enloquecida, sus gritos ¿o es el silencio el que grita? Mi cerebro aterrorizado no distingue ya entre los sonidos reales del bosque en la noche y las oníricas pesadillas que me persiguen en círculos.
Eso que parece tronar triunfante envolviéndome desde todas direcciones… ¿es su aullido? Recojo a tientas la cesta y corro, corro, corro, vuelo… Vuelo entre ramas que intentan abrazarme, cortarme con sus hojas como dagas de hielo lanzadas por la locura de madre. Noto la sangre resbalar por los brazos que agito compulsivamente, por mis mejillas enrojecidas por el agotamiento y el helor del invierno, amoratadas y expuestas al viento por una caperuza que hace ya tiempo las dejó al descubierto, por mis rodillas desolladas supurantes de camino, por mi torso; formando regueros de vida que huye entre los desgarrones de la camisa. Los pulmones son globos envenenados a punto de estallarme en el pecho por el agotamiento y la angustia asfixiada entre humo de tabaco y paralizante pánico.
Sigo huyendo por ese camino hecho del tétrico ulular de los búhos, del aleteo feroz de los murciélagos, de la carga en picado de una lechuza que ajena al drama caza implacable, de los ojos iridiscentes en la espesura y los aullidos de loba de madre. La cesta me pesa como la culpa y las piernas ya no sostienen un cuerpo que no siento mío cuando veo las luces de casa de mi abuela brillando entre los árboles como las candelas de las puertas de san Pedro para un alma huida del Purgatorio que pretende colarse en el Cielo. En un último esfuerzo renqueante por alcanzar el paraíso, por dejar en el infierno de la noche los ojos de madre, su aullido, su locura y su cuchillo, tiro la cesta, que cae al suelo desparramando su contenido entre la hojarasca de la misma manera que se derraman las estrellas en el firmamento de esta noche de cárcel y manicomio, de terror y de gárgolas de piedra, de pánico acuchillándome por dentro.
Entre gritos, súplicas y lágrimas, aporreo la puerta hasta que se abre. Caigo de bruces dentro de la luminosa calidez de los olores a pan, a bollería, a sueños cumplidos entre la ropa limpia, a chocolate caliente derramándose por mi barbilla, a felicidad…
El cuerpo de la abuelita, destrozado, se desangra en esa cama donde me refugiaba cuando era pequeña, esa cama bajo la que había creado mi fuerte, esa cama que era mi castillo de sábanas con olor a azahar, de noches de descanso abrazada a una almohada tan hecha de cielo que cierra heridas sin dejar cicatrices, esa cama, mi zona de confort donde no podían alcanzarme los demonios salidos de los nueve círculos alcohólicos de madre. Ahora se disputan su cuerpo entre chillidos de satisfacción y alaridos de lujuria extendiendo sus garras y ofreciéndome sangrantes jirones de carne de la persona que más me ha amado en el mundo, profanando hasta los más íntimos y felices recuerdos de mi niñez un lobo sale de debajo de la cama con su hocico lleno del color de amanecer y con los dientes destilando rubí líquido. El lobo se acerca gruñendo; madre chilla entre risas mirando por la ventana con sus manos pegadas al cristal… Elija el camino que elija, la guadaña me sesgará el alma. Sólo puedo elegir si morir a manos de un animal o de algo no humano que un día quiso darme la vida.
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