Gerardo Diego fue un magnífico poeta, que resultó perjudicado por la notoriedad (muy justa) de otros compañeros suyos del 27 y por el azar de las circunstancias políticas, que lo dejaron, años después, bastante fuera de juego. Ya se sabe que, en España, por regla general, si somos del Real Madrid no somos capaces de aceptar las grandezas del Barça, y viceversa: una cerrilidad que nos impele a desdeñar a “los otros” para que “el mío” (que, por supuesto es el bueno, porque mi gusto es exclusivo e infalible) ocupe a solas el trono, rodeado de incienso y sonido de trompetas. Pero yo, que fui alumno de Francisco Javier Díez de Revenga en la universidad de Murcia, supe valorar desde el principio la brillantez humilde de sus libros, ni tan populares como los de García Lorca, ni tan mitificados como los de Alberti, ni tan elitistas como los de Cernuda. Y en mi interés por seguirme acercando a sus versos acabo de recalar en las páginas de Viacrucis, un breve poemario religioso que cuando se compuso (en 1931) se encontraba a contracorriente de las temáticas de moda; y que lo sigue estando en este comienzo de 2025, cuando lo visito. Gerardo Diego era también consciente de esa particularidad, así que en el “Propósito” con el que abre el tomo admite que adentrarse por los caminos de la poesía religiosa, después de que el siglo XVII casi agotara el tema, resulta arriesgado; pero eso no le impide tentar ese sendero, eligiendo como vehículo estrófico la décima y mostrándose dispuesto a “guardar a la vez el decoro religioso y el poético”.
El resultado, en mi opinión, es un trabajo muy digno y muy sólido, donde fulge la palabra poética de un creyente que no disimula (ni tendría por qué) sus hondas palpitaciones católicas, y donde el dominio de léxico y ritmo son evidentes por parte del santanderino. Mi aplauso, por supuesto, lo tiene.