Revista África

Viajar por África. Más vueltas que el baúl de la Piquer

Por En Clave De África

(JCR)
Desde Bangui, la capital de la República Centroafricana, se divisa claramente la ciudad de Zongo, situada al otro lado del río Oubangui, en territorio de la provincia del Equateur de la República Democrática del Congo. Ambas ciudades apenas distan unos 200 metros y en transbordador (cuando funciona) o en piragua se tarda apenas unos pocos minutos en cruzar de una orilla a otra. Si .uno tiene que viajar de un país a otro podría pensarse que este debe de ser el camino más corto. Uno llega a Zongo y de allí busca otros medios de transporte para seguir su viaje a otro lugar del país. Pero en África la línea recta es raramente la distancia más corta entre dos puntos y en mi caso para viajar de Bangui a Goma (en el Este de la R D Congo) llevo ya tres días dando más vueltas que el baúl de la Piquer, y aún no he llegado a mi destino final.

La primera dificultad es cómo salir de Bangui. Para empezar, no hay vuelos directos a Kinshasa y lo mejor es entrar a Goma desde África del Este. Hasta antes de la toma del poder por parte de los rebeldes de la Seleka, el 24 de marzo pasado, había tres vuelos semanales de Kenya Airways, pero desde entonces esta compañía ha suspendido sus servicios con la capital centroafricana y para llegar a Entebbe (Uganda) hay que llegar primero a Douala (Camerún) con una compañía que se llama Asky que tiene un avión, tres veces por semana, de apenas 50 plazas que casi siempre va lleno. En la oficina de Naciones Unidas podían llevarme, gratis, hasta Yaunde, en Camerún, pero una vez allí encontrar buenas combinaciones de viaje era prácticamente imposible. Tras una semana de espera en Bangui conseguí una plaza en el vuelo de Asky el viernes 3 de mayo, y una vez en Douala empalmé con Ethiopia Airlines, que me llevó a Addis Abeba para a continuación darme una buena carrera de la terminal dos a la terminal uno de ese aeropuerto y no perder la conexión que me llevó a Entebbe. Allí, por primera vez en dos semanas, dormí en una cama de verdad sin temor a ser despertado por disparos nocturnos y me duché con agua caliente.

Al día siguiente, sábado 4, llamé por teléfono a la compañía Cetraka, la única que vuela de Entebbe a Goma. Oh maravilla, ese mismo día había vuelo en esa ruta, me dijeron, y cuando pregunté a qué oficina tenía que acudir para comprar el billete la voz al otro lado me respondió: “No se preocupe, venga al aeropuerto de Entebbe a mediodía y llámame que vendré a recibirle”. “Muchas gracias, pero ¿tienen ustedes oficina en el aeropuerto?”, insistí. “Bueno… usted llámeme cuando llegue, ya tiene plaza reservada desde ahora”, y me colgó.

Cuando llegué al aeropuerto y quise entrar, el guardia de seguridad me pidió que le mostrara mi billete. “Es que la compañía Cetraka me ha dicho que venga aquí primero. ¿Dónde está su oficina para que pueda comprar el billete?” El buen hombre me miró con cara rara y me dijo que allí no había ningún despacho de esa aerolínea y que sin billete no podía pasar. Marqué el número de Cetraka y la voz amigable y poco clara que me había asegurado que tenía una reserva me dijo que en un minuto se presentaba a recibirme. Bastaron veinte segundos para que un joven sonriente con una camisa blanca que se asemejaba a un uniforme se me acercara. Me indicó que le siguiera. Yo miraba por todas partes buscando en vano el nombre de Cetraka. En un momento me llevó delante del mostrador de los vuelos de Naciones Unidas, y antes de que pudiera yo preguntar qué tenía que ver la ONU con Cetraka una muchacha me preguntó, en francés, mis datos y a dónde quería volar. Tras pagar 350 dólares me entregó un billete Entebbe-Goma y me explicó que el vuelo saldría a las 3 de la tarde pero que ese día el avión se paraba en la ciudad congoleña de Beni, donde me llevarían a un hotel para esperar el último trayecto del viaje, hasta Goma, al día siguiente a las nueve de la mañana.
En vano miré en los paneles que anunciaban las salidas el vuelo de Cetraka, y cuando inquirí sobre este detalle, el muchacho que me llevaba con entusiasmo de un sitio a otro se limitó a decirme: “Es que ya sabe usted que en este aeropuerto ha crecido mucho el tráfico aéreo últimamente, pero como las pantallas son muy pequeñas no caben todos los vuelos. No se preocupe, que ya lo pondrán después, cuando haya sitio”. Una vez más volví a pensar que en esta vida el que no encuentra motivos para reírse es porque no quiere.

En la sala de embarque nos congregamos doce personas y cuando nos llamaron vi que todos salían corriendo hacia el avión, situado bastante lejos de donde estábamos. Pensé que si no me apresuraba podía verme víctima del “overbooking”, tan practicado por estas latitudes, y cuando llegué a la escalerilla y mi guía superoptimista me dijo que entrara lo hice sin demora. Tuve que saltar por encima de varias maletas, situadas en montones en el escaso espacio donde había doce asientos. El aparato me pareció más bien vetusto, pero nada más iniciar el vuelo me dio la impresión de que los dos pilotos, ucranianos según me dijeron, dirigían el avión con competencia. Ni una turbulencia, ni un movimiento brusco tuvimos durante la hora que duró el trayecto hasta Bunia, primera etapa del viaje en Congo. Allí nos hicieron descender a todos para pasar por las formalidades de inmigración.

Tenía mi visado de entrada en el Congo, expedido por la embajada en España, perfectamente en orden, lo que no fue obstáculo para que me hicieran rellenar otro impreso bastante extenso que debía ser completado con otra foto. Una de las cosas prácticas que he aprendido cuando viajo por África es a ir siempre con al menos ocho fotos de carnet para estar preparado en caso de situaciones como esta. La señora que me atendía buscó en el fondo de un cajón, de donde me esperaba que salieran unas tijeras, pero en lugar de eso sacó una cuchilla de afeitar de las que recuerdo que usaba mi padre junto con su brocha y jabón de esos que iban a rosca en una base de madera. Con mucho esmero cortó mi imagen y a continuación me pidió 20 dólares. No basta que el visado cueste ya 200 euros. Cuando uno llega a la frontera en la R D Congo aún le pueden pedir más tasas adicionales y es mejor no discutir. Tras pagar, pedí educadamente un recibo, que la señora me entregó con su sello de la aduana debidamente estampado.

Tras parar otros minutos en Butembo, por fin llegamos a Beni, donde una destartalada furgoneta vino a buscar a los pilotos y a mí, por lo visto el único pasajero en tránsito que iba con destino a Goma. Pero antes me hicieron pasar otra vez por la inmigración para más “formalidades” y allí me encontré a dos jóvenes, uno de los cuales estaba como una cuba y tras pasar mi pasaporte a su compañero se cayó de la silla y allí se quedó, en el suelo. La parte del personal de aduanas congoleñas en estado de sobriedad escribió mis datos con parsimonia y, cuando me devolvió el documento, me pidió que qué podía hacer por ellos antes de salir de la oficina. Me levanté con decisión, abrí la puerta y le dije sonriente: “Rezaré por ustedes en la misa de mañana. Les deseo un feliz fin de semana”. Y me fui.

A los pilotos les dejaron en una casa y a mí me dejaron en un hotel. Cuando pregunté en la recepción si estaban al corriente de mi llegada el chico que atendía a los clientes me dijo que no. En la furgoneta quedaban cuatro jóvenes y cuando quise saber quién era el representante de Cetraka se miraron los unos a los otros con extrañeza. Al final, uno de ellos fue a hablar con el recepcionista, quien me entregó la llave de mi habitación.

Corrí hacia la furgoneta cuando me di cuenta de que el conductor encendía el motor. “Un momento, ¿a qué hora vendrán a buscarme mañana para llevarme al aeropuerto y seguir mi viaje a Goma?”, pregunté. “A las siete y media”, me respondió.

Pero a las siete y media de la mañana del domingo allí no estaba la furgoneta, ni tampoco a las ocho menos cuarto. En la recepción no sabían nada y me dieron un número de teléfono donde podrían informarme. Cuando llamé, una voz carrasposa y poco amigable se me limitó a decirme que no había plaza para mí en el vuelo del domingo y que me podrían en el vuelo del lunes. De poco sirve protestar. Es la única compañía aérea que cubre estos trayectos, y como no hay competencia se ve que no hay demasiado interés por tratar bien al cliente.

Aquí sigo, en el hotel de Beni. Si, finalmente, llego a Goma mañana, habré tardado cuatro días desde que salí de Bangui, ciudad situada –como ya les expliqué al principio- a apenas 200 metros del Congo.

No en todas partes de África funcionan así las cosas. Hay países donde llegas a una ciudad y tienes varias opciones para viajar en un transporte seguro, puntual y fiable, ya sea por carretera o por aire. En Ruanda he viajado en autobuses sencillos pero cómodos que salen y llegan a la hora fijada y están en manos de conductores competentes, vigilados por policías de tráfico que no permiten imprudencias. En Uganda, Ghana o Etiopía, las personas de la inmigración que te atienden en cualquier frontera son en todo momento educadas y correctas y si necesitas información te ayudan en lo que pueden. Por desgracia, no es este el caso del Congo, país en el que viajar –incluso distancias cortas- puede ser, en general, algo muy complicado. Paciencia, y esperemos llegar sanos y salvos a nuestro destino final, siempre –eso sí- con una buena provisión de fotos de carné. La cuchilla de afeitar que la pongan ellos.


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