Llegando a Rotterdam, Holanda. Era el año 2010.
Siempre tengo miedo al viajar. Es inevitable. Va en la maleta y pesa medio kilo, un espacio que bien podría utilizar para un par de medias. Rezo dos oraciones antes que el avión despegue y llevo en mi maleta cada estampita con su santo que, a lo largo de ocho años, me han entregado quienes me han echado sus bendiciones antes de irme. Me niego a guardarlas en otro sitio. Si me las dieron justo al partir, entonces es porque deben ir conmigo en el camino y no son para quedarse en casa.
Ocho años. Hace esa cantidad de tiempo hice mi primer viaje sola, en avión, fuera de Venezuela. Era un viaje corto de cuatro días y mi mamá, mi tía y mi otra tía creyeron conveniente acompañarme hasta el aeropuerto, hasta el counter y hasta la puerta de inmigración que ya no da paso para más nada que no sea la despedida. Yo, con mi actitud de súper héroe que no necesita ese séquito familiar, lo agradecí profundamente, sin decirlo. Cuando uno viaja solo por primera vez, se te apagan unos miedos y se despiertan otros que no conocías, pero luego los vas dejando en el aire mientras el avión consigue su ruta; se quedan en la pista de aterrizaje justo después de pisarla. Miedos que, con el tiempo, se vuelven lejanos.
No sabía yo que podía viajar sola y no extrañar mi casa; ese sitio seguro y siempre con café caliente. No sabía que me iba a gustar tanto como para que después no me imaginara haciendo otra cosa. Eso me tomó unos cuántos años y me ha dejado aquí, justo en el momento que estoy ahora, sin concebir otro verbo en mi vida que no sea ese, viajar.
No extraño mi casa, no extraño mi cama. Me hacen falta, eso sí, los afectos. Me he dado cuenta que no me aferro a nada material, que cada vez necesito menos, pero que al mismo tiempo crece, con pasmosa aceleración, la necesidad de tener un abrazo cerca, de un beso, de un desayuno preparado por mi mamá y su amor incondicional esperándome; del ladrido interminable de mi perro. Por eso creo que me he vuelto una viajera melancólica, porque extraño todo, incluso, hasta lo que no conozco y he aprendido a reconocer en mí misma lo mucho que puedo llorar al despedirme y lo mucho que me cuesta despegarme de ese pedacito de cariño que me entregaron.
Mi cuarto por varios días en la selva
Me asombro (y me asusta) mi facilidad de acostumbrarme a todo lo que es ajeno a mi rutina. Cinco días durmiendo en una hamaca, a orillas de un río, sin baño, sin luz, y con la selva de fondo, son suficientes para yo ver de qué manera puedo guindar una hamaca en la sala de mi casa al volver y lamentarme, a los dos segundos, de no poder hacerlo. Uno o dos días comiendo con las manos, con hojas de plátano como plato y la sal como único condimento, es lo único que necesito para estar segura que puedo sentarme en el comedor de mi casa, a repetir lo mismo, sin la hoja de plátano, pero con las manos, mientras mi tía ve la novela del mediodía.
Por mucho tiempo me sentí culpable de no extrañar lo que es mío y por esa necesidad absoluta de no estar aquí, pero siempre querer volver. Creo que lo he ido comprendiendo con el tiempo (creo) y me gusta resumirlo diciendo que tengo muchas cosas por ver y que no puedo estar tanto tiempo quieta porque el humor me cambia. A pesar de eso, sé que siempre están ahí mis ansias de regresar como para asegurarme que todo sigue allí, que está el abrazo que tanto necesito. Entonces, eso también me hace ser una viajera contradictoria, o quizá no, pero así soy.
No sé bien si esto que escribo se trata sobre viajar solos, los miedos o el desapego. Tampoco cuál sería el mejor título para vaciar estos delirios. A lo mejor intento decir algo sobre la curiosidad y la inquietud de ver mundo o simplemente es una disertación nostálgica de esas que padecemos los viajeros de vez en cuando. No sé qué es. Ustedes dirán.
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