Revista Sociedad

Viaje a ninguna parte

Publicado el 02 junio 2014 por Zogoibi @pabloacalvino

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Mucha gente envidia a los viajeros. Eso es porque desconocen el drama en que estos viven. Todo proceso en el universo, todo movimiento, toda actividad, nace de un desequilibrio y aspira alejarse de él; y viajar no es una excepción. El viajero, el romero, el peregrino, el vagabundo, todos ellos caminan porque buscan fuera de sí lo que no pueden o no saben encontrar dentro: la serenidad, el sosiego, el equilibrio. El hombre que sabe quién es y para qué es, rara vez consagra su vida a viajar y pocas veces se desplaza si no es para un turisteo ocasional. Ese marino errante, ese incansable trotamundos, son más que nada un mito. El nómada, si no en sus huesos, lleva el cansancio en su espíritu, con frecuencia maldice su soledad, y sospechad del que nunca se haya preguntado, a mitad de algún viaje: ¿qué estoy haciendo aquí? Llena su incertidumbre existencial con las metas de sus destinos, sustituyendo con éstos los objetivos vitales del resto de la sociedad: una familia, un hogar, una profesión. Pero el más desdichado de todos, podéis creerme, es el viajero que ni siquiera sabe hacia dónde se dirige, el que camina sin rumbo ni destino.

Esta es la historia de un viaje a ninguna parte.

Pablo el eremita, inmerso en la lectura, absorto entre libros y laptops, rumiando su destino, antes de convertirse en Pablo el errante.

Pablo el eremita, inmerso en la lectura, absorto entre libros y teclados, rumiando su destino, antes de convertirse en Pablo el errante.

En casi todas mis andanzas he escrito diarios. Antes que hacer fotos he preferido intentar describir mediante la palabra los momentos que iba viviendo, mis emociones, las situaciones, el entorno. La fotografía es una gran aliada, pero puede con facilidad convertirse en una enemiga del verbo y en una aniquiladora de la expresión; puede debilitarnos si no le ponemos coto, si no le marcamos estrictas fronteras. Nosotros, los estoicos, tenemos que disciplinar la mente. Escribir mantiene en forma la materia gris, despierto el vocabulario y ágil la creatividad. Mas ahora los tiempos han cambiado: ya no es necesario renunciar a ninguno de ambos recursos y es incluso posible, quizá hasta deseable, combinar sus virtudes para una mejor descripción de las vivencias, transmisión de los sentimientos. Aquí os ofrezco estas notas online; haced de ellas lo que queráis.

Es un día medio nublado y ventoso, aún del mes de mayo, ese del que dicen se alarga hasta bien entrado junio. Durante una semana he preparado mi medio de transporte: la moto. Revisión a fondo, cambio de aceites y líquidos, puesta a punto; comprar un baúl para complementar la cabida de equipaje, hacerme con alguna impedimenta adecuada: botas, pantalones, guantes (compradas, por cierto, en tiendas de ropa laboral, y las botas en Los Guerrilleros, a un tercio del precio que piden en outlets moteros). Es difícil -si no imposible-, cuando no sabes a dónde vas, escoger la vestimenta idónea, así que he sido muy meticuloso para intentar cubrir una variedad de climas; sé que no voy a conseguirlo, pero Dios proveerá. Es un decir, por supuesto; ¿hacía falta aclararlo?

Salgo por la mañana, pero sin madrugar. Aunque no me sobra vida, tiempo es lo único que ahora no me falta. El tiempo y sus trucos sucios, tan traicionero; pero esta vez hemos llegado a un acuerdo, él y yo. Yo lo dejo correr a sus anchas si él me deja correr a las mías, y parece que nos hemos quedado conformes.

No siento la menor excitación, ni impaciencia alguna: ya he dicho que viajar es mi destino, no mi elección. ¿Qué otra cosa puedo hacer? La vida sedentaria no se hizo para mí; o tal vez debería decir que yo nunca aprendí a manejarla. Supongo que, en el fondo, soy un vagabundo; eso que los angloparlantes llaman un tramp, o un rover. Así que cuando pongo el motor en marcha no sé aún qué rumbo voy a tomar; bueno, el rumbo más o menos sí; lo que no he decidido es la ruta. El mapa va a ser elemento esencial en este viaje a ninguna parte, pues sobre él iré decidiendo jalón a jalón no ya cada etapa sino cada parada. No quiero decir con esto que no vaya a utilizar ningún criterio: la temperatura va a ser mi guía. Procuraré ir buscando las latitudes más aceptables para las enormes limitaciones de moverse en motocicleta: cinco grados más de la cuenta y el motor te achicharrará desde abajo mientras el sol lo hará desde arriba; cinco grados menos de la cuenta y notarás la mordedura del frío en cada pulgada de piel, por muy abrigado que vayas. Y como el mes de mayo, con sus cuarenta días, agoniza, me conviene ir hacia el norte.

Ahí lo tenéis al jinete blanco, tal como se fotografiaria dos días más tarde.

Ahí lo tenéis al jinete blanco, tal como se fotografiaria dos días más tarde.

Cojo la N-VI, la Nacional Seis de toda la vida, esa que la acomplejada sociedad contemporánea ha preferido llamar A-6; supongo que la “A” viene de “asepsia”, para que ningún majadero se ofenda por lo de “nacional” y, en su infinita estulticia, llame nazi al Gobierno. No me gustan las autovías para viajar en moto, pero hay que salir de Madrid y, a ser posible, cagando leches. Una vez se me ocurrió utilizar carreteras locales para entrar en la capital y resultó un error garrafal: en treinta quilómetros a la redonda esas carreteras son más bien largas calles llenas de urbanizaciones o polígonos industriales, infestadas de glorietas y minadas por esas aberraciones viales que se llaman pasos sobreelevados o túmulos; que tiene güevos: nos gastamos billones en asfaltar decentemente las vías y luego nos gastamos millones extra en hacerlas intransitables a base de obstáculos transversales. Señores políticos, para ese viaje no hacían falta alforjas: si se trataba de coaccionar a los conductores para ir despacio, podíamos haberlas dejado sin asfaltar, en el puro ripio. En fin…

Nadie esperaba ahora una foto de la A-6 al salir de Madrid, ¿verdad? Bien, entonces de momento vamos entendiéndonos. Dejo la autovía en cuanto puedo, a la altura de Guadarrama. Durante unos quilómetros, sólo unos pocos, he llevado a mi izquierda el monasterio del Valle de los Caídos, esa obra faraónica y colosal, impresionante y bella, que algunos quieren hoy derruir porque fue eregida por un dictador; derruyamos también las pirámides mayas, eregidas por los insaciables asesinos de la obsidiana. Bueno. A pesar de lo que se prestan a la diversión, voy con mucho tiento en las estupendas curvas del Alto del León porque me he dado cuenta de que no he estibado bien los pesos entre maletas y trasportín: demasiado en éste, poco en aquéllas. Tendré que hacer una redistribución total del equipaje en cuanto me sea posible.

Al otro lado de la sierra, San Rafael; ese pueblo que tantísimos recuerdos me trae de la infancia y la adolescencia. Recuerdos de un chalet donde siempre olía a humedad, de correteos por el jardín soleado y fresco, de caminatas por entre los pinares; recuerdos proustianos también, de mantequillas y pan tierno al desayuno, con ese olor tan evocador. Una infancia que siento muy lejana, como si formase parte de otra vida. Pero no me detengo esta vez, quiza por miedo mismo a esas remembranzas. Hace bastante fresco además, y San Rafael es el pueblo más frío del Sistema Central; o casi. Ahí me desvío por la N-603 hacia Segovia y, de camino, voy buscando un sitio donde pararme a tomar un café y protegerme algo más del aire serrano: colocarme la faja y unos guantes más gruesos. Me detengo en Revenga. Me encantan estos pueblecillos segovianos de sierra, pequeños y acogedores, donde la gente suele ser recia y amable, los camareros campechanos, como si te conocieran de toda la vida.

Paso de puntillas por Segovia, ciudad monumental e histórica donde las haya, porque si me paro ya echo el día: caería cautivo de las soberbias tapas que la gastronomía local ofrece. Además he dicho que quiero salir de Madrid, y Segovia está tan cerca que parece casi un barrio de aquélla. Estoy deseando meterme en el campo y tiro hacia Garcillán. Ahora sí, esto es lo mío; mi elemento: el trigo, las amapolas y las carreteras de tercer orden.

Campo de amapolas cerca de Coca.

Campo de amapolas cerca de Coca.

Por fin he escapado a la fuerza gravitacional de la capital española, como molécua que, tras una colisión, logra salir para siempre de la estratosfera hacia el espacio expterior. Garcillán, Nava de la Asunción, Coca… Son feos estos pueblos de la llanura castellana. Feos como la madre que los parió, víctimas de un progreso que no vino -que aún no está- acompañado por la sensibilidad estética, por el aprecio de lo tradicional; antes al contrario: en su mayoría los pueblerinos han despreciado su humildad y sencillez, confundiendo progreso con rechazo a todo lo antiguo, y en cuanto el paisano pudo reunir cuatro cuartos metió “la retro” y echo abajo su casa de adobe o piedra para construirse una de ladrillo como la del vecino, o más horrenda si es posible. Y así se ha rehecho-deshecho una buena parte de Castilla: rompiendo pieza a pieza, casa a casa, lo que más tenía de bello.

Pero el campo… ¡oh, el campo! Están los trigales dorados que son una bendición, dorados de oro, y cuando el sol se esconde tras una nube, y forman los chubascos cortina en el horizonte, me ofrece el día sus mejores fotos, que tendría que estar ciego para no ver.

Margaritas entre los trigos, amapolas entre las avenas locas, y los chubascos haciendo cortina al fondo.

Margaritas entre los trigos, amapolas entre las avenas locas, y los chubascos haciendo cortina al fondo.

De repente llego a Coca, cuyo nombre me resulta ligeramente familiar, aunque soy un ignorante. Quizá alguna vez lo oí nombrar durante mis estudios, o vaya usted a saber. La carretera tropieza de frente con restos de su muralla, donde una puerta de entrada se abre y sobre cuyo arco hay una placa con esta inscripción: Flavio Teodosio el Grande, emperador de los romanos, nació en Coca en el año 345. Murió en Milán en 395. Gran militar, buen cristiano, sabio y justo legislador. Y ahora lleva dieciséis siglos el buen Teodosio criando amapolas; ¡qué poca cosa es la vida! Cincuenta años tenía el hombre al fallecer, ¡y fue nada menos que emperador de toda Roma! A esa edad, yo no soy más que un vagabundo camino a ninguna parte. Reflexión: si quieres ser algo en la vida, más vale que lo hayas conseguido antes de los cincuenta, porque a partir de ahí cada año que cumples es un acto contra natura.

Tiene Coca también un castillo, pero no me detengo a visitarlo. Otros habrá por el camino que me interesen más. Salvando la muralla y el arco, la fealdad de Coca me espanta. Casi con alivio cabalgo a lomos de Rosaura (tengo que buscarle otro nombre) y me adentro de nuevo entre los trigales. Es un decir.

Llegando a Olmedo. Paisajes que no han cambiado en milenios.

Llegando a Olmedo. Paisajes que no han cambiado en milenios.

Al poco llego a Olmedo, la renombrada villa. Ahí decido quedarme hasta el día siguiente: aparte por homenajear a Lope de Vega, he oído decir que hay un balneario de aguas termales. ¡Ah, Olmedo! Los versos del cantar popular que hizo famosos el dramaturgo me vienen una y otra vez a la mente, en toda su musicalidad, su belleza, y la nostalgia que siempre impregna -Machado dixit- a esas cancioncillas:

Que de noche lo mataron
al caballero,
la gala de Medina,
la flor de Olmedo.

¡Qué grande fuiste, Don Félix, fénix de los ingenios! Sin llegar a emperador de Roma, tienes en mi corazón y en mi memoria un lugar privilegiado; formas parte de mí, Lope de Vega y Carpio. Buena ocasión para releerse esta obra del de Olmedo y revivir las emociones sentidas al aprenderla por primera vez, allá en el bachillerato, cuando de él salían bachilleres. Lástima que el pueblo al que inmortalizaste no haya sabido conservar un poco mejor su encanto medieval, y haya sido, igual que sus vecinos, pasto del seísmo arrollador de los setenta. Y es que, dejando el balneario aparte, Olmedo es tan feo como los pueblos aledaños. Pueblos sin criterio urbanístico alguno, ni maldita la gana de tenerlo, donde cada paisano puede fabricarse el horror más espantoso ante la impasible mirada (¿quizá incluso con el aplauso?) de alcaldías y otros órganos competentes. En fin, aquí he dicho que voy a pernoctar, por si acaso el balneario me ayuda a tonificar el cuerpo y relajar el espíritu.

Este balneario es, en doble sentido, un oasis: agua en mitad del desierto y belleza en mitad de la monstruosidad. Por el precio, ya le vale, desde luego. Pero no está sobrepreciado para lo que ofrece. Amplias y cómodas habitaciones, bonitos jardines, unas vistas aceptables, instalaciones al detalle, música relajante y espiritual, una piscina termal en su justa medida, donde todo funciona como se espera, ni muy abarrotada ni muy desierta; el personal es agradable, el desayuno copioso, y la carta de masajes variada y asequible. Profesional sin ser estirado. Castellano al fin y al cabo. Bien vale una escapada de un par de días: a mí la tarde se me pasó volando entre baños y paseos, pese a que la luz diurna dura ya hasta las diez.

Y, para despedir esta etapa, os adelanto ya una de las primeras fotos de la siguiente.

De Olmedo a Íscar. Ancha es Castilla.

De Olmedo a Íscar. Ancha es Castilla.


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