Plaza de San Martín, el centro social de Olite, y castillo al fondo.
Es común, escribiendo diarios de viaje, que en cuanto te descuidas un par de días se te empiezan a acumular los eventos, vuelan las jornadas, se amontonan los lugares, las impresiones, las experiencias, y al final pierdes el hilo y la cuenta. Y lo del diario online no lo hace más fácil; al contrario: con el diario tradicionale, de a cuaderno grapado y boli Bic, que lo mismo escribes tomando el desayuno que echando un vermú en una terraza o esperando al tren, en cualquier tiempo muerto de los muchos que tiene la jornada, es más raro que esto ocurra.
La calle San Martín, con sus varias terrazas donde, tanto por la mañana como al atardecer, se está en la gloria.
Venía diciendo en el capítulo anterior, creo, que toqué el cielo con las manos -paisajísticamente hablando- a lo largo del recorrido a través de la Sierra de la Demanda, de la cual salí por una impresionante puerta natural hacia el mucho más modesto valle de Ebro. Y dije también -o, si no, lo digo ahora- que Logroño, una de las capitales de provincia más bonitas y con mejor calidad de vida, no hizo -por comparación con la sierra- gran mella en mí esta vez. De modo que sólo pasé una noche allí, y a la mañana siguiente cogí la moto y continué viaje.
La muy castellana plaza del ayuntamiento.
No obstante, esta etapa fue muy corta: apenas había hecho unas decenas de quilómetros (Lodosa, Andosilla, Peralta y Marcilla) cuando, por equivocarme en un cruce, tuve la suerte de ir a parar a la noble villa de Olite, donde (aunque sin comparación con Santo Domingo) el cuerpo me pidió quedarme tres días; y es que tras haber hecho un centenar de quilómetros por el desierto estético del sur de Navarra, Olite me pareció como un oasis de armonía. Aparqué la moto en la bonita plaza del ayuntamiento, escogí el hotel que más plugo a mis sentidos y, como me acogieron con la sencillez que me gusta, hice de él mi casa.
Pasé los tres días escribiendo el diario, paseando por las calles del casco viejo -restauradas con gusto irreprochable-, haciendo mil fotos de lugares hermosos (fotos que luego, al verlas en la pantalla, siempre te decepcionan) y decorando las maletas de Rosaura con papel verde fosforito para ser más visible en la carretera.
Este atrio exterior embellece y le da enorme gracia a la plaza de los Teobaldos.
Una cosa, sin embargo, no me gustó del pueblo: Olite huele a porro. Cosa, por cierto, muy común en la España vascongada. Siento mucho decirlo, pero Olite es otro de esos municipios del “norte” cuyas autoridades parecen ver con buenos ojos que la gente fume canutos por la calle, en los parques y hasta en las terrazas de los bares; y a mí, que apenas tolero el humo del tabaco, el empalagoso del hachís me pone de los nervios. Eso de darle al canuto será muy progre y muy guays, pero yo no soy ni una cosa ni otra, así que ahí queda esta crítica.
La entrañable rúa Portillo, con su virgencita sobre el arco de la puerta.
Espero que estas fotos describan Olite mejor que yo. Quizá lo que más me ha gustado del casco antiguo es el curioso conjunto arquitectónico formado por el Castillo-Palacio real, el acceso al atrio, la iglesia de Santa María la Real, el atrio mismo -con pozo y todo- y el parador Nacional.
Acceso al atrio
Este conjunto que digo tiene una combinación casi perfecta de contrastes: fuertes luces y duras sombras, los colores de la piedra y el cielo, el juego de columnas y líneas de fuga, de esquinas y peldaños, de puertas insinuadas, y el atrio a cielo abierto con su desnudez casi erótica, sugiriendo intimidades desveladas.
Frente de la iglesia Sta. María la Real a través de las columnas del atrio.
Y el pozo; ese pozo que nunca falta en las leyendas y que seguro guarda, como los pozos del sur, una mujer mora en las aguas del fondo que hipnotiza y cautiva a los niños que se asoman al brocal…
Pozo del atrio.
Me llamó la atención, por esa vena mística que a veces me susurra en el oído, y por esa España sin complejos de la que tanto estoy hablando, el lema que esta bodega se atreve aún a ostentar sobre el dintel de su puerta. Lamentablemente, tiene poco futuro una bodega con tal estética, en los tiempos que corren, con tanto descreído suelto que anda por ahí.
¡Bravo por Vega el Castillo!
He dicho vena mística pero, en realidad, lo mío no es nada de eso. En el fondo, soy más ateo que Marx. Lo que ocurre es que me encuentro cómodo en un mundo con iglesias, campanas, curas, procesiones y los atributos típicos del catolicismo. Es lo que mamé desde la infancia y con lo que me alimenté hasta salir de la pubertad, y por eso la cultura de rezos y misas, la liturgia, las capillas, iconos y retablos, los dichos y expresiones, los refranes… muchos detalles de nuestra vida cotidiana que vienen de ese mundo -hoy agonizante pero que sigue vivo en mi memoria-, todo eso forma parte inseparable -e irrenunciable- de mí. Me devuelve tantísimos recuerdos de la niñez que me trae paz espiritual, seguridad, y me siento en mi elemento. Quizá ahora más que nunca lo valoro, cuando viajo por estos mundos de Dios sin Dios. Por eso, aunque no soy creyente, respeto a la Iglesia y la quiero; no podría ser de otro modo sin renunciar a lo que yo soy, a la información que guardan mis neuronas y que conforma la mente del que esto escribe. Amén.
Amapolas entre el trigo, cerca de Beire.
Por último, aprovechando mi larga estancia en Olite, di un gran paseo hasta la vecina aldea de Beire y fotografié el trigo y las amapolas que tanto placer están dándome a la vista últimamente, y también una de esas enormes casas de la rancia nobleza, por supuesto blasonada, en alguno de cuyos salones ha de haber un oscuro y grave reloj de péndulo que aún funciona, y cuyas alcobas conocieron inconfesables historias de adulterios.
Vieja casa nobiliaria en Beire.