Revista Viajes

Viaje a ninguna parte. El ciego sol se estrella…

Por Zogoibi @pabloacalvino
Los inacabables llanos de Castilla

Los inacabables llanos de Castilla

Empieza el segundo día de mi viaje a ninguna parte con un pequeño susto: justo antes de subir a la moto no encuentro el teléfono móvil. Vuelvo al hotel y remuevo Roma con Santiago; pongo a todo el mundo alerta a buscar mi travieso duendecillo, al tiempo que me doy cuenta de hasta qué punto dependemos de esos pequeños instrumentos diabólicos, y me prometo un plan de copias de seguridad con lo más importante que el teléfono guarde. Rebusco en la habitación de arriba a abajo, en la sala de masajes, en el restaurante. Al final, cómo no, lo tenía en la mochila. Pido disculpas en recepción por el revuelo y, ya tranquilizado, monto en la moto. A lomos de Rosaura me siento como en casa.

Es curioso: suelo ser crítico con quienes vuelcan sus sentimientos y afectos sobre animales porque no entiendo cómo pueden satisfacerse tales necesidades de ese modo, con seres que no pueden entenderlas ni, mucho menos, corresponderlas; y de pronto me descubro a mí mismo sintiendo una especie de comunión con la moto, que ni siquiera es ser sino objeto. Aunque, a decir verdad, tanto puede comprender y devolver los sentimientos un animal como una máquina, de modo que, en lo que a ese absurdo respecta, no estoy mucho peor que otros, ya que personificar objetos está sólo un paso más cerca del absurdo que personalizar animales (algunos humanos inclusive). Pero, cuando sigo dándole vueltas al asunto, comprendo que en el fondo, al sentir empatía hacia la moto, en realidad la siento y me compenetro con quienes la diseñaron y fabricaron; de un modo muy indirecto, si me dirijo verbal o mentalmente a ella, estoy hablando con todos los que intervinieron en su proceso productivo. Cuando “confío” en la motocicleta, estoy confiando en ellos, y si me siento satisfecho con mi Rosaura es porque lo estoy con sus creadores. No obstante, admito, no deja de ser un poco ridículo sentir que “allí estamos, ella y yo solos, en mutua compañía, dispuestos a atravesar las tierras castellanas”.

Entre Olmedo y Pedrajas de San Esteban

Carretera de Olmedo a Pedrajas de San Esteban

Así que enfilamos, Rosaura y yo, con espíritu ligero los monótonos llanos de Castilla, yendo hacia el nordeste, buscando a Burgos y la sierra de la Demanda. Tenemos por delante una jornada a través de las míticas tierras del Cid; tierras moteadas de pueblos con nombres sonoros de cadencias históricas: Pedrajas, Íscar, Mata de Cuéllar, Vallelado, Torregutiérrez (donde no sé lo que quedará de Gutiérrez pero donde, de torre, no quedan ni los restos: un lugar llano como la palma de la mano, cuya casa más alta no levanta un piso). Pueblos calizos y polvorientos, feúchos, de ladrillo pobre, sin vida, que parecen dormitar en una siesta permanente.

Por fin llegamos… llego a Cuéllar, la del castillo habitado; una villa con cien casas blasonadas, por la que pasaron el moro Almanzor y José de Espronceda, cuna de descubridores como Diego Velázquez o Juan de Grijalba, donde desposó el rey Pedro I y murió la reina Leonor. No le faltan referencias para quien se interese por la historia; y para el viajero común, para mí, supone una ruptura de la monotonía castellana: en Cuéllar el llano se interrumpe, y el pueblo, que abunda en empinadas calles y pasajes con escalinatas, se asienta sobre una abrupta ladera entre la planicie y el valle, tierras que, geológicamente, hace decenas de millones de años fueron fondos marinos.

Cuéllar parece que hubiese nacido de la piedra blanquecina y luminosa sobre la que se erige, la misma que forma sus cimientos; aquí cobran fuerza y significado los versos del poeta: el ciego sol se estrella sobre las duras aristas de las armas. Andando por sus calles, visitando su castillo, es fácil imaginarse al Cid con doce de los suyos camino del destierro, sudor bajo los yelmos y espaldares, destellos en espadas y azagayas.

Castillo y murallas de Cuéllar, bajo el inclemente sol.

Castillo y murallas de Cuéllar, bajo el inclemente sol.

Entro a la villa por una de las puertas de la muralla y me siento medieval caballero a lomos de brioso rocín. Aparco a Rosaura junto al castillo y me acerco hasta su puerta; pero cerrado está el mesón a piedra y lodo, nadie responde. Los funcionarios locales guardan con celo la carpetovetónica tradición del escaqueo. Vislumbro otra puerta lateral, entornada, y me cuelo por ella.

Castillo de Cuéllar. Puerta, y peldaños en voladizo que subían a las almenas.

Castillo de Cuéllar. Puerta, y peldaños en voladizo que subían a las almenas.

Asomo el hocico ignorando las amenazas de excomunión y hoguera para el que penetrare al recinto sin la bendición municipal, y me hallo en el amplio patio interior, bien conservado, con una bella columnata al fondo. Unas señoras de la limpieza trajinan ignorando mi presencia.

Patio interior del castillo de Cuéllar.

Patio interior del castillo de Cuéllar.

Cuando asumo que de allí no voy a sacar nada en claro, vuelvo sobre mis pasos, salgo del castillo y atravieso la gran explanada desierta que hay al otro lado del foso, ahora vacío. La enorme muralla, rehabilitada, es visitable, pero el torno que da acceso a la subida funciona con fichas que se venden en las oficinas cerradas del castillo, así que doy la espalda a este fracaso y me encamino hacia el centro urbano.

Cuéllar es como un parque de atracciones para una fantasía infantil cual la mía, pese a mis años: disfruto recorriendo el laberinto de sus calles y cantones, pasando bajo arcos que me evocan misterios que tal vez nunca hubo, subiendo por escalinatas, atravesando angostos pasajes, y me sorprendo, aún como un niño (pero, ¡ay!, sin la inocencia), con la vista que se me ofrece al doblar cada esquina.

Vista de la villa baja desde la mesetilla donde se ubica el castillo.

Vista de la villa baja desde la mesetilla donde se ubica el castillo.

De pronto, al subir una calleja y doblar un pasadizo, junto a un huerto me encuentro este solitario estanque donde vierte sus aguas una cantarina acequia:

acequiaCuellar

A medida que desciendo, voy encontrando más signos de vida, más gente por las calles, algunas tiendas abiertas, algunos bares. Cerca del ayuntamiento compruebo que el pueblo de Cuéllar es sabio y ha desamortizado bienes eclesiásticos para el mejor uso que cabría darles:

Iglesia bar; la salvación y el pecado en un solo edificio.

Iglesia bar; la salvación y el pecado en un solo edificio.

Me cae bien este pueblo. Pero entre unas cosas y otras se me ha pasado la hora de comer y corro el riesgo de que me cierren todos los bares. Entro primero en uno donde me tomo un vino, pero el camarero, que reparte pinchos con generosidad entre sus conocidos, no me pone ni una mala aceituna, así que busco otro donde, ahora sí, me atienden como es debido. Estamos en tierra de vinos y la enología local se inclina por los verdejos. En cualquier sitio te lo dan bueno, y eso es lo que pido. Mato la gazuza con un pincho de tortilla y unas croquetas caseras y, ya repuesto, encamino mis pasos otra vez hacia el castillo, donde dejé a Rosaura. Queda aún mucho camino por delante, muchos pueblos por descubrir, muchos paisajes por admirar.

Miro el mapa y decido continuar el mismo rumbo que tomé por la mañana: hacia el nordeste. Continúa el rosario de pueblos con nombres sonoros: Campaspero, Fompedraza, Peñafiel, villa de las muchas bodegas.

El imponente -y bien conservado- castillo de Peñafiel.

El imponente -y bien conservado- castillo de Peñafiel.

El castillo de Peñafiel descolla sobre el llano desde muchos quilómetros a lo lejos, haciendo un magnífico reclamo para el turismo. Es un castillo con fuerza y carácter. Una vez llegas al pueblo, te atrae como un imán, pese a que está en una loma a considerable altura sobre el casco urbano. Pero, antes de acometer la subida a pie, hago un alto para descansar unos minutos a la sombra de una arboleda junto a la iglesia, cabe el arroyo cuyas aguas pasan bajo el molino, formando todo ello un conjunto evocador y romántico. Esos molinos antiguos junto a los ríos, no sé por qué, me recuerdan siempre a Tess d’Urberville; la cuitadiña, la desdichada Tess.

Viejo molino en Peñafiel.

Viejo molino en Peñafiel.

Me tumbo en la hierba, bajo los árboles, escuchando el murmullo del agua y me quedo dormido unos instantes. ¡Qué paz! Son lugares idílicos, tan fantásticos que parecen de cuento de hadas. Pero aunque llevo toda la mañana en danza apenas he recorrido unos pocos quilómetros desde Olmedo y quiero avanzar algo más, así que me levanto y emprendo la subida al castillo, no sin antes darme una vuelta por la iglesia.

Iglesia parroquia de Peafiel.

Iglesia parroquia de Peafiel.

Acometo por fin la subia al castillo. Podría ir en la moto, pero no hay que dejarse llevar por la molicie; hay que mover las piernas también. Miro hacia arriba y, sólo de ver la altura a la que está, parece que se cansa uno. La subida es fatigosa; no hay camino ni escaleras, no está pensada para los peatones, y hay que seguir el curso de la carretera. Pero sé que arriba me aguardan espléndidas vistas de la comarca, y eso me anima.

Vista del castillo desde el pie de la loma.

Vista del castillo desde el pie de la loma.

He cometido el error de no quitarme las botas de la moto, que además están nuevas, así que me van haciendo algunas rozaduras; pero pronto mis esfuerzos se ven recompensados, tal como esperaba, con el magnífico paisaje que se vislumbra desde la altura: el sol ilumina en diagonal, medio a contraluz, las hojas de la arboleda, sacándoles brillos intensos, y las nubes dibujan bonitos parches de sombra sobre los sembrados del valle.

Peñafiel desde la carretera que va al castillo.

Peñafiel desde la carretera que va al castillo.

Lástima que mi talento como fotógrafo no esté a la altura de lo que el paisaje se merecía.

peñafielDesdeArriba2

Cuando llego arriba encuentro un buen número de turistas esperando a que empiece la visita guiada, pero a mí no me ineteresa: ya he hecho lo que vine a hacer, que era el reto de subir y el gusto de contemplar los panoramas. Ahora debo irme, porque aún quiero avanzar más en esta jornada. Lugares mucho más bellos me esperan aún antes de que acabe el día, pueblos y paisajes que me quitarán el aliento, y que puedes disfrutar conmigo si me sigues en esta serie.


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