Revista Viajes

Viaje a ninguna parte. La buena tierra

Por Zogoibi @pabloacalvino

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Decía un par de capítulos atrás que Alemania era un país aburrido, pero qué duda cabe de que no necesariamente ha de serlo. De hecho, una vez recargadas las pilas gracias a mi larga estancia en Bamberg, el día que finalmente continúo viaje me ha salido una de las rutas más amenas que haya podido hacer por este país: primero hacia el sudeste por la 470, una carretera encantadora, llena de curvas (sobre todo a partir de Wiesenttal) y de armoniosos y geológicamente peculiares paisajes.

Tuchersfeld ha sido, tal vez, el pueblo de entorno más singular que he encontrado por el camino, con sus hermosas y tradicionales casas embutidas entre unas peculiares formaciones rocosas que le dan una personalidad característica.

El peculiar entorno rocoso de Tuchersfeld

El peculiar entorno rocoso de Tuchersfeld.

Ahí, y tras subir a lo alto de la roca que se ve en la foto por un sendero más difícil y largo de lo que parece, he aprovechado la parada para tomarme una cerveza y pedir algo de almuerzo.

Después, con el mismo rumbo SE y siempre por carreteras secundarias (bastante aceptables para la moto), he continuado hasta que, con el sol empezando ya un poco a declinar, un pequeño letrero junto al arcén me ha guiado hasta un acogedor hotel (Panorama am See) en el pequeño pueblo de Gütenland, que supongo significa buena tierra.

Buena tierra, fértil tierra.

Buena tierra, fértil tierra.

Y en verdad que lo es, sobre todo a la luz de este maravilloso y templado atardecer, con sus graneros y cuidadas casas sobre una colina junto al embalse de Eixendorfer, el trigo resplandeciente bajo los rayos del sol, ciervos y gansos en una granja vecina…

En una granga de Gutenland.

En una granga de Gutenland.

Pese a lo pequeño y escondido del lugar hay bastantes clientes en la terraza, muy bien ubicada, del restaurante. Pido una ensalada con trozos de carne de ciervo y media botella de vino del país, blanco. Regalándome con la vista del embalse saboreo cada bocado del plato, muy bien cocinado, y cada sorbo del vino.

Vista desde la terraza-comedor del hotel Panorama am See

Vista desde la terraza-comedor del hotel Panorama am See

Por último, bien satisfecho el apetito, y por considerar que el caminar es un complemento casi obligatorio para el viajero motorizado, me he dado un largo paseo por las aldeas vecinas: Seebarn, Haslarn y Stetten. Y este paseo me inspira unos pensamientos del mismo género, tal vez, que los que exponía hace dos capítulos: siendo las casas de los pueblos alemanes todas preciosas, rodeadas por su linda parcela de césped y arbolitos, impecablemente limpias, con su jardín bien cuidado, sus bonitos quitaluces de madera, sus ventanas con visillos de encaje, sus arriates florecidos, sus cercados de tablas bien pintadas y una humeante chimenea, como esas casitas con las que jugábamos en nuestra infancia o las que recortábamos y pegábamos en manualidades, casas de ensueño, de fábula; siendo, por otra parte, toscas y pobres las de los pueblos mediterráneos, irregulares y dispares, con sus pequeños ventanucos abriéndose sobre las paredes medio desconchadas, sin jardín, carcomida la carpintería de sus fachadas, con piedras sujetando las tejas del alero o uralitas haciendo parche, sin árboles y con veinte otros defectos, tienen en cambio estos pueblos de España, Italia o Francia, de calles estrechas, arcos, pasadizos y misteriosos rincones, tienen un encanto y un duende que a los germánicos les falta. Quizá cada casa, considerada por separado, sea por término medio más bonita aquí que allí, pero el conjunto de allá resulta bastante más atractivo que este. O, al menos, así me lo parece. ¿Estamos de nuevo ante una paradoja, en este caso estética, de la perfección?

La mala hierba puede ser, por contraste, la más hermosa.

La mala hierba puede ser, por contraste, la más hermosa.

 

* * *

Y ya es otro día. Como estoy dirigiéndome de nuevo hacia Austria, continúo el mismo rumbo sureste de ayer, escogiendo las carreteras más alejadas del mundanal ruido, que son las más cercanas a la frontera checa y que pasan por pueblos perdidos como Waldmunchen, Lohberghunte, Frauenau, Freyung y, por último, Breitenberg, casi en la misma frontera. Todo son bosques aquí, en esta región de Alemania; enormes extensiones de floresta frondosa y umbría. Algún ignorante conozco yo que desprecia los bosques europeos porque son -según él- replantados. La ignorancia es atrevida, decía con frecuencia mi abuela.

La tormenta se ha venido de repente, casi con susto de sí misma. Cierto es que la tarde ha ido poblando de nubes el cielo hasta dejarlo por último cubierto, pero no oscuro ni amenazador. La cena en el gaststätte Pension Jagdhof (muy rica; ¿quién dice que los alemanes no tienen cocina?; de nuevo esa ignorancia) ha sido en el patio trasero, al aire libre, y aún he tenido tiempo para darme un atrevido paseo cruzando por medio de un pequeño bosquecillo, silencioso, húmedo y oscuro (tanto que, al salir, la luz de la tarde me ciega la vista) que iba a parar cerca del caserío de Ungarsteig.

Regreso, ya por la carretera, a la habitación del gaststätte. Empieza a hacerse de noche mientras preparo algunas cosas y, de pronto, oigo un rumor de algo intangible que se acerca. Salgo al balcón justo a tiempo para ver cómo el repentino golpe de viento, como el soplido de un dios, barre la calle y abate con fuerza árboles y arbustos. Ha pasado como en las películas nos cuentan que pasan los fantasmas: invisible, mas dejando tras sí un vacío que hiela las entrañas. Inmediatamente después, apenas a unos segundos, llega la tromba de agua, avanzando cuesta abajo como una cortina, y ya todo es diluvio. Llueve con fuerza, con rabia, a cántaros, en intensas rachas que dibujan latigazos de agua sobre el pavimento; espectacular. ¡Y casi no se ha escuchado ni un trueno! Yo miro embobado tras los cristales. Al fin amaina y queda una llovizna intermitente que aún persiste cuando, ya en la cama, el sueño me lleva consigo.

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