Revista Cultura y Ocio

Viaje a ninguna parte. Tormenta.

Por Zogoibi @pabloacalvino

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El cielo amenaza lluvia desde poco después del mediodía y a nadie puedo culpar salvo a mí mismo por el remojón.

Pero no adelantemos acontecimientos.

Salgo de Chiomonte (donde he pasado la noche) sin prisa alguna por dejar atrás el Piamonte, esa región tan auténtica y original de Italia. Valle abajo del Dora -al que Google, testarudamente, se resiste a poner nombre en sus mapas- la carretera es estupenda para un motociclista y los paisajes espléndidos para cualquier viajero. Sólo un factor puede echar a perder -y en cierto modo lo hace- la conducción por esta parte de Italia: los conductores. Hace tiempo, un italiano al que conocí en Polonia  me dijo que, en su país, el coche venía a ser una prolongación del pene, cuando no un verdadero sustituto. Y mucho me estoy acordando de ese comentario al conducir por estas carreteras, si bien he de dejar constancia de una imprecisión: esa conducción estúpida e innecesariamente agresiva no se limita al sexo convexo, sino que vale también para el cóncavo. En cualquier caso, quiero escribirlo bien claro y remarcarlo en negrita: los italianos al volante son unos gilipollas (en general, claro). Hacen toda clase de piruetas, siendo sus favoritas las aceleraciones y frenazos bruscos, con especial predilección por los adelantamientos absurdos que no sirven para nada; por ejemplo, hacerlo temerariamente y a toda velocidad para, justo a continuación, decelerar y tomar una perpendicular sólo treinta metros más allá; o adelantar uno por uno a veinte vehículos en una cola que se ve claro va a deshacerse sólo un quilómetro más adelante, al abrirse un doble carril. Sí, ya sé que esto también se hace en España, pero ni comparación. Y tengo que admitir, aunque no quiera, que esta fea costumbre italiana me ha amargado un poco el tránsito por estas tierras.

Voy buscando cruzar hacia Austria y no tengo más remedio, por donde he venido, que pasar cerca de Turín; y aunque escojo las carreteras más secundarias que puedo encontrar, el tráfico en los alrededores es considerable, vaya uno por donde vaya. Es, además, una zona rica y turística todo este tramo entre Turín y Milán, lo que se traduce en más coches y más urbanismo. Estamos ya en Lombardía.

En un horizonte no demasiado lejano, a mi izquierda y frente a mí, van formándose y espesando con rapidez unas nubes grandes y oscuras. Por una ruta que sería del todo incapaz de reproducir me dirijo hacia Como, al sur del lago del mismo nombre, y así voy metiéndome en la boca del lobo, entrando en un paisaje de montañas que se presentan como moles negruzcas humeantes de vapor, montañas que evocan el reino de Mordor: sus cumbres están incrustadas en las nubes, grises como el plomo, y de sus laderas se desgajan mechones vaporosos, dando la impresión de que fuesen humeantes bocas de cráteres. Es una lástima que, con frecuencia, los paisajes más dramáticos e imponentes se den cuando las condiciones climatológicas son más hostiles para fotografiarlos. Tengo las manos frías, amenaza lluvia y lo último que me apetece es bajarme de la moto y ponerme a sacar instantáneas. Sin el menor fundamento, además, confío en que unos pocos quilómetros más adelante seguiré viendo el mismo teatral escenario y podré fotografiarlo entonces, quizá incluso más bonito.

Pero me equivoco y, cuando quiero darme cuenta, esas escenas dantescas se han convertido en otras, no menos amenazadoras pero no tan espectaculares. Esto es lo más parecido que pude captar con la cámara:

Tormenta en los Alpes.

Tormenta en los Alpes.

Aun viendo que me dirijo de cabeza a lo más oscuro del horizonte, no me detengo. Confío en mi chaquetón de cordura, en mis pantalones impermeables y en mi suerte de desafortunado en amores. Espero llegar a Como y encontrar un hotel antes de que descargue.

Y lo gracioso es que, en cierto modo, así es. Ya llueve un poco cuando paso junto a un motel a las afueras de Como; pero no acaba de convencerme. Es feo, sin el menor atractivo, situado en un polígono industrial y tan desatendido que ni siquiera está indicada la entrada. De hecho soy incapaz de encontrarla, así que paso de él y me encamino al centro de la ciudad. Pero entonces las nubes se desgajan, cae la tromba de agua y, en menos de cinco minutos, me encuentro irremisiblemente mojado. Cuando paro y me cobijo bajo el porche de un hotel, estoy ya calado -literalmente- hasta los huevos. Chaquetón e impermeable como si no los llevara, y hasta el casco ha hecho agua, pues descuidé obturar las ranuras de ventilación. No siempre, en fin, se puede salir airoso de las inclemencias meteorológicas.

Para colmo, no me resulta fácil encontrar alojamiento en Como, y la lluvia estorba mis pesquisas. Los hoteles más asequibles están al completo, y en los que tienen vacantes me piden precios astronómicos; así que, cuando escampa un poco, decido seguir hacia adelante y probar en alguna otra de las localidades que hay a lo largo de la orilla occidental del lago, por donde siglos atrás discurrió la romana Vía Regina. En Cernobbio encuentro un lugar que me gusta: un hotel bonito y cálido, en pleno centro. El recepcionista es un tipo resolutivo y agradable, con experiencia. En general, los italianos me parecen educados y simpáticos, siempre que no vayan al volante. Parece que, a pie, la agresividad se les evapora. Un pinche del restaurante que estaba fuera fumándose un cigarro, al verme descargar la moto, me indica con amable espontaneidad dónde puedo aparcarla a cubierto.

Cuando he puesto mis prendas a tender y vestido ropas secas, salgo a darme una vuelta y buscar algo de cena. Cernobbio es una villa hermosa y elegante a orillas del lago Como, llena de casas que parecen palacetes, con muchos y atractivos restaurantes, un pequeño puerto náutico con algunos veleros y motoras, un parque algo romántico, calles estrechas, atmósfera agradable. Es a todas luces un centro turístico, más bien de alto nivel y con buen ambiente. Me tomo por ahí unas tapas y un helado riquísimo. Con razón tiene esa fama Italia. Remato con una cerveza en un bar de alterne donde nadie parece estar dispuesto a alternar y luego, cansado, me vuelvo al hotel, bien enterado ya de los límites, algo decepcionantes, de mi impedimenta de viaje. Quien me dijo que la cordura es impermeable me engañó como a un chino.

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