En un tour urbano uno ve mucho de la ciudad, escucha mucho de su historia también, pero retiene poco. Es como un programa cultural de la televisión: Aparenta enseñar mucho, pero es una impresión superficial y pasajera.
Sin embargo algo queda, plasmado como un sello del lugar que está visitando.
Y Buenos Aires tiene eso, un sello característico, como lo tiene Valparaiso, Viña del Mar, La Serena, Concepción o Santiago. Algo que la hace única.
En éste caso es difícil resumirlo en una sola palabra, pero hay algo…
Algo que tiene que ver con la coexistencia armónica de realidades tremendamente dispares: A pocas cuadras del centro rutilante de farándula porteña con sus enormes panaflex, sus neones y sus sonrisas estereotipadas, se depliegan ente el visitante los colores chillones del Barrio de la Boca con su incondicionalismo auricielo y su ícono maradoniano, y poco más allá el barrio de Caminito, igualmente colorinche pero tan impregnado a tango como aquél otro a cánticos de barra brava.
Así mismo grandes parques, a también pocas cuadras de distancia, plasman en sus nombres y en sus monumentos honoríficos los apellidos que sentaron las bases de la ciudad, con su devoción, mal que les pese, por el ordenado jardín inglés, y por el sabor neoclásico de sus construcciones.
Una virtud de la que hay que hacer mención: El respeto de los arquitectos modernos y contemporáneos por las directrices formales, arcadas, zócalos, cornisas y otros, impuestos por los arquitectos de antaño, a los que se han sabido sumar con un diseño respetuoso que entrega a la ciudad una armonía tan fuerte que, en ocasiones, lo que llamamos “la costura”, pasa inadvertida.
Una ciudad en la que coexisten, sin distancias, muchas realidades, y en la que que sus diferencias pueden provocar broncas, que se expresan sin ambages, pero que, en el fondo, se respetan.