Revista Cultura y Ocio
En ocasiones conviene estar triste, declararle al mundo que algo dentro de uno está roto o simplemente censurar el entusiasmo, esa urdimbre invisible de esplendor orgánico, la trama feliz con la que resistimos el oleaje canalla de los días. Conviene la tristeza, a pesar de algunos indicios fiables de alegría que mansamente nos distraen, pero se tarda muy poco en regresar a la mullida estancia de la tristeza y menos todavía en encontrar pasto confortable a los sentidos, que están a salvo del vértigo. El vértigo atropella, el vértigo invade, el vértigo devasta. Cerrado, concluido en uno mismo, relevado de ninguna responsabilidad social, nàufrago de sus vicios, consciente de la ilusoria mentira de la felicidad y conjurado para acceder al limbo perfecto del equilibrio, pero no es posible todo esto, oh my friends: la realidad atropella, la realidad invade, la realidad devasta. Lo real, por real, por su sustancia invasiva, aturde. No hay escapatoria posible: se vive para los demás, se firman a diario infinidad de contratos, se abren hipotecas emocionales y se constata que el eremita, el que gobernaba la travesía de su alma a antojo, sin administración ajena, era en el fondo un pobre imbécil, un descarriado al que la vida lo había arrojado a ese abismo de grises y de silencios en el que el tiempo no existía o, en todo caso, únicamente existía bajo la obscena especie de sus movimientos peristálticos. Son tiempos de bonanza a pesar de la crisis: tiempos fantásticos para quien huye de la tristeza: huir hacia adelante, empitonando lo que se presente, cuidando de no involucrarse en demasía en nada para así poder lamer las aristas visibles de todo. Tiempos de banda ancha y twitter, espejos deformados de una sociedad acelerada que deposita su vértigo (el vértigo, ah el vértigo) en el infinito inventario de entretenimientos servidos con lujuria de adornos y ávidos de que se les manosee, pero no vayan a creerse dueños del objeto recién adquirido. Nada nos pertenece: todo es estacionario. Confusa está mi alma, pero a sabiendas de la confusión avanza, bracea, repta, escala, empuja, escala, se hace y se deshace a cada instante, alerta por si la señal wi-fi flaquea y nos quedamos en mitad del coito sentimental con las horas, que se dejan penetrar y hasta arquean su cintura mística para que nuestras acometidas sean más profundas y gozosas. Por eso en ocasiones conviene estar triste, desprenderse de todo historial y mirar el mar, cuando anochece, como si fuésemos el único habitante de esta franquicia del ocio. El mar, ah el mar, qué plenitud la suya, qué catedral sin dios, qué hondura sin alma, o la tiene y por eso obra como suele el mar, por eso las olas, por eso la soledad infinita de sus adentros, a los que no llegamos. Pero en verano, en días grises como el de ayer, el mar sustancia lo hermoso como casi nada a lo que yo ahora pueda agarrarme. Uno se esmera en las palabras, en lo que puede, pero no alcanza a nombrar todo lo que observa. Ayer, el Atlántico, mirándome, mirándolo. Fue un diálogo inapreciable por los demás. Lo tuvimos un par de minutos en los que lo miré y nos miramos, insisto. Nada que yo sepa organizar en palabras, nada que me libere de la sensación de hermandad, de la paz que me produjo saberme espectador de una obra tan sublime. De cosas sublimes, es cierto, del mar cuando de vez en cuando nos conmociona. Somos frágiles, somos poca cosa, la verdad. No sé si conviene al final la tristeza, la sobrevenida, la que te calma y hace que te concentres en lo que te rodea. El entusiasmo, ese júbilo inargumentable a veces, conviene también. Escribir es un acto de entusiasmo absoluto. El verano hace que lo haga menos. Se distrae uno con tanto.