A la izquierda, Ortega Lara durante la presentación de VOX.
El camino de la violencia está condenado al fracaso. El triunfo violento es fugaz, un espejismo que, con el paso del tiempo, revierte en una derrota o un calvario aún peores que los que hubiéramos tenido que asumir de haber luchado en paz. Sí, la lucha en paz. Estas dos palabras, aparentemente antónimas, son en realidad una de las bases fundamentales del deporte, la investigación científica, la cultura o la democracia. La escritora que carga un folio en blanco en la máquina de escribir; un futbolista mirando a los ojos de su adversario un segundo antes de sonar el silbato; la tripulación guiando el barco a través de la tormenta; un jubilado que reclama su barrio en Burgos o el escultor ante la roca. Todos ellos han elegido plantar cara a la dificultad e iniciar una guerra, pero en paz. La victoria, de llegar, perdurará.
Nuestro país sufrió durante más de tres décadas la tragedia del terrorismo. Desde la muerte del dictador fascista Francisco Franco, ETA asesinó a 829 personas en nombre de la independencia vasca, el socialismo y la revolución. La organización terrorista eligió el camino delirante de la masacre, miró a otro lado para obviar la democracia y decidió acabar con la libertad de un país entero para lograr, a la fuerza, la emancipación de uno de tantos pueblos. Mientras sembraban el miedo en España, los terroristas alimentaban su esperanza de triunfo, inconscientes de que este, de llegar, sería efímero.
Hoy los etarras languidecen y son apenas los rescoldos de la hoguera que incendió España entre 1975 y 2011. No hubo victoria, sino más bien una derrota por desgaste, por incongruencia en una sociedad democrática que le ha dado, casi en su totalidad, la espalda. De hecho, no solo no lograron su objetivo, sino que además inventaron un monstruo, un engendro que ahora, cuando todo acaba, parece no querer cerrar capítulo. Lejos de ganar, ETA, o lo queda de ella, comprueba cómo su supuesta revolución de izquierdas no ha hecho más que engrandecer a la ultraderecha. De nuevo, una guerra de uno de tantos pueblos ha dejado secuelas que afectan a una nación entera.
José Antonio Ortega Lara, secuestrado durante 532 días por la banda armada, reaparece ahora vestido de político para pedir la supresión de todos los parlamentos autonómicos y un Estado “más eficiente”, con “un solo Gobierno, un solo Parlamento y un solo Tribunal Supremo”. La Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT), aterrada por la desaparición de ETA y, por lo tanto, de su propia razón de ser, ha pasado de ser látigo de José María Aznar y del PP a agarrarse al clavo ardiendo de la extrema derecha. Atrás quedó Francisco José Alcaraz, aquel guiñol descerebrado del Gobierno: el Tea Party español tiene ahora en la presidencia de la AVT a Ángeles Pedraza, una madre que, consumida por el odio, está convencida de que fueron vascos los que mataron a su hija en el 11-M, es partidaria de la salida de España del Convenio Europeo de Derechos Humanos, desprecia a los represaliados del Franquismo y defiende la desaparición del Tribunal Supremo.
En estos días que corren, hay mucha gente que ha hecho del terror su forma de vida. El monstruo creado por ETA se resiste a abandonar, a reconocer que ya no hay enemigo contra el que luchar. ¿Qué van a hacer? ¿Cerrar las puertas de la asociación y volver a sus vidas cotidianas, a sus trabajos, a su dolor? Tengan por seguro que no. La AVT, con el alto el fuego, trabaja hoy para sobrevivir como lobby ideológico y político de la ultraderecha, acreedor de la peor y más peligrosa herencia que podía dejar el terrorismo: un cóctel explosivo de odio, rencor, sed de venganza y sensación de injusticia que jamás traerá nada bueno. Solo más violencia.