Víctor Ros universal
Cuando un personaje al que todos los lectores están ya acostumbrados a reconocer trasciende los límites de un determinado medio, puede pensarse que se contaminará en cierto modo con los rasgos de dicho medio, o que incluso llegue a perder parte de su primitiva esencia. Ese riesgo ha corrido Víctor Ros al saltar de la letra impresa a la pequeña pantalla, máxime si tenemos en cuenta la buena acogida que tuvo la serie televisiva, pero ha sido un riesgo controlado, porque su creador, Jerónimo Tristante, sabe muy bien dónde tiene los pies y cuánto le deben, él mismo y su personaje, a tantos y tantos lectores fieles como tiene. Tampoco es el primer caso del que tenemos noticia, otros investigadores muy conocidos, tales como Wallander, el comisario Montalbano y hasta el propio Pepe Carvalho, pasaron por la misma tesitura y salieron triunfantes.
Pero además de la cordura y la habilidad de Tristante, es justo reconocer que el propio Ros ha consolidado ya de tal manera su personalidad que es capaz de conducir sus aventuras superando cualquier obstáculo. No en vano esta entrega puede ser la que más impedimentos le provoca para que no consiga llevar a buen puerto una investigación que le ha devuelto, al menos temporalmente, al servicio de la policía española. Impedimentos que empiezan por un arriesgado robo en el tesoro patrio, continúan con las inquietantes sombras de Aldanza y Barbara Miranda, que persisten contumaces en acabar con la vida del detective, y terminan con el traslado a Londres, donde transcurre la mayor parte de la trama.
Es allí donde debemos detenernos para valorar como se merece la capacidad literaria del autor murciano, porque las escenas descriptivas de la capital del imperio son absolutamente antológicas: la vida del puerto, con su trasiego de gentes, barcos y mercancías, o el prisma social de la época, presente en una velada operística, son impresionantes, pero donde la brillantez rebosa es en la pintura de los ambientes tanto de los fumaderos de opio, con esa alternancia del lumpen y los señoritos de la nobleza más depravada, como del infierno de Whitechapel, un submundo del que pocos logran huir y en el que Víctor Ros no dudará un segundo en adentrarse en busca de información. En ambos casos, al describir tanto el fumadero como el paraíso de Jack el Destripador, Tristante parece haberle vendido su alma a Dickens o a Conan Doyle, a cambio de unos ojos de lo más británicos.
Y ya que hablamos de Conan Doyle, es justo reparar también en el delicioso episodio en el que Víctor Ros conoce al que ha sido su modelo, Sherlock Holmes, y a quien incluso aspira a superar, a tenor de las conversaciones que ambos mantienen, camuflados como tienen por costumbre, y en las que la vanidad del inquilino de Baker Street queda tan patente como su talento. El guiño es tan evidente como agradecido para los amantes del género, que incluso pueden quedarse con ganas de asistir a un nuevo encuentro entre ambas mentes preclaras.
No es ésa la única baza ganadora que podemos percibir en la novela, tal vez es la más brillante, porque a las demás ya estamos habituados tras las entregas anteriores, a saber: la capacidad de Tristante para manejar, al mismo tiempo y sin que ninguna se resienta, varias tramas y subtramas, el hecho de que el lector conozca algunos detalles y secretos antes incluso que el propio detective, lo que indica una vez más el cuidado con el que trabaja el autor, y por supuesto la dosificación de la tensión narrativa, gracias a la cual los lectores vamos encadenando acontecimientos con una celeridad que no nos concede un solo respiro.
Tampoco debemos olvidar el rigor histórico que desprende la novela, y la forma en que se insertan, en ese marco temporal, el episodio del robo y las reacciones que dicho suceso provoca en las autoridades británicas, que muestran bien a las claras cuál ha sido siempre el carácter del gobierno de la Pérfida Albión, ahí tampoco se esconde el autor, y no le tiembla el pulso a la hora de desvelar ciertas miserias y turbios planes que dejan a la diplomacia como una disciplina política menor.
Por otro lado, no se trata de desvelar aquí todas las sorpresas que se esconden en la novela, y que no son pocas precisamente, pero no dejarían de ser meros fuegos de artificio de no ser por el mérito de Jerónimo Tristante, que una vez más se muestra como un maestro de ceremonias capaz de manejar un circo de varias pistas narrativas en el que personajes como Blázquez, adorable al intentar adaptarse a las costumbres británicas, o Martin Roberts, díscolo al cuestionar la actitud de sus superiores de Scotland Yard, han dado un paso al frente en su nivel de protagonismo. Clara Alvear y Eduardo, por supuesto, mantienen también una importante presencia, para que Víctor no caiga en la tentación de volver a ser un lobo solitario, y a ellos se incorpora una mujer llena de secretos, María Fuster, a quien Tristante va dando paso y que apunta maneras como personaje dispuesto a reaparecer en sucesivas entregas. Todo ello contribuye a demostrar que, aunque era ya antes imparable, el mundo de Víctor Ros, con este salto a Europa, se va a consolidar ya del todo en la galería universal de los buenos detectives.
Víctor Ros y el gran robo del oro español. Jerónimo Tristante.Plaza y Janés. Barcelona 2015. 379 páginas. 18’90 euros.