Magazine
Nunca puedo dormir toda la noche. Lo intento cada día; bebo leche caliente, me acurruco en la manta envejecida y trato de soñar con el mundo de ahí fuera. Pero no puedo. Cada cierto tiempo me levanto, doy una vuelta por la casa, observo la luna y las estrellas, si las nubes me lo permiten, y durante unos minutos, puedo ver más noctámbulos como yo, paseando sin rumbo fijo por los jardines de mi casa.
No estoy solo, lo sé. Hay más como yo, que sueñan, que gritan, que buscan. Creo que de pequeño me confundieron, con tantas caricias, con tanto amor, con tanta atención a mi alrededor. Ahora he crecido y me he acostumbrado, a esta casa, a esta cerca, a las palabras incomprensibles y a las comidas saciantes.
Pero el instinto es así, no se puede enterrar en la arena. No se puede olvidar tras el cabello suave ni las manos tentadoras que me recorren cada día. El instinto me hace querer saltar cada noche por la ventana, seguir a los extraños que no conozco pero que siento como míos. Los que me llaman a gritos cuando me ven.
Ahora sé que soy cobarde, pero no me importa. Antes de que los primeros rayos de sol enturbien la ventana llena de motas de polvo, despedazo todos mis músculos en un ritual que, a veces, es aburrido. Voy al grifo a beber agua fresca, a chorro, tal como me gusta. Los recipientes los dejo para los casos extremos, en que las puertas se cierran y permanezco incomunicado durante un tiempo, porque ella vaya a recibir visita a la que no gusto.
Y es que no puedo gustar a todo el mundo. A mí tampoco me gustan; sólo ella, con su cabello perfumado y suave, que acaricio con ternura. Ella, con sus largas pestañas casi transparentes, su piel blanca y brillante y sus dedos largos y huesudos, que me tocan con delicadeza, provocándome emociones que no sabría describir.
Por eso, antes de que ella vaya a la terraza y me descubra vagueando entre las plantas, me paseo desnudo por los muebles. Huelo cada rincón, esperando savia nueva, algo que impulse mi instinto. Acaricio los libros que deja desperdigados por el salón. Juego con algún resto de comida. Para cuando siento sus pisadas sobre el parquet, yo ya estoy tendido en la solería fresca del balcón, esperando sus primeros mimos y la ración de comida que no puede esperar.
Sé que mis congéneres me detestan. Me aúllan por la noche que me he vuelto burgués y acomodado. Que prefiero una hembra humana a una de mi especie. Pero es que ellos no han sentido el eco de sus besos en el corazón, ni como recorre mi vientre con sus uñas. Yo me dejo hacer y no hay mayor placer. Ellos creen que yo le pertenezco a ella, que he perdido mi libertad. Cuando la realidad, es que ella vive para mí. Porque ser gato, en estos días, donde tienes que pertenecer para ser, no es nada fácil.
No pertenezco a nadie, ni siquiera a mi raza. Soy de otra especie, independiente y aprovechada. Generosa por interés. Despiadada si es necesario. Soy un gato sin estirpe adorado por humanos. Sólo espero que mis congéneres tengan la misma suerte. Aunque, a veces, cuando no puedo dormir, los veo saltar y cazar, dominados por una fuerza que se me antoja cada vez más lejana, y vienen a mi mente vagos recuerdos de alguna vida que no es la mía, en la que yo también saltaba por bosques que ahora no existen.
-Ya tienes la mirada perdida-me dice ella en cuanto me ve ausente.
Y sus manos vuelven a acariciar mi cuerpo, devolviéndome a la realidad que no pude elegir.
FIN