El texto ha obtenido mención de honor en el 7º certamen de relato breve “La lectora impaciente”
Abrió los ojos súbitamente, unos ojos oscuros y algo enrojecidos, rodeados por unas ojeras moradas y profundas que, durante unos instantes, miraron sin ver. Se fijaron, al fin, en la mosquitera que estaba suspendida sobre la cama, sucia de polvo y hecha un puño.
Quería recordar, fijar la atención en algo que había quedado a medio camino del pensamiento, prisionero en la difusa frontera donde se confunden el sueño y la vigilia. Quería encontrar el cabo, el hilo preciso que se lo devolviera. Frunció el ceño en un vano esfuerzo por concentrarse. Un ligero movimiento a su costado, un suspiro ronco y el deslizarse de la ropa de la cama lo hicieron girar la cabeza e incorporarse sobre el codo derecho. La mujer descansaba casi de espaldas a él, desnuda y previsiblemente dormida.
Recorrió su desnudez con ojos ahítos. El pelo enredado y negro, que le cubría parte de la cara, adherido en sus extremos a la piel sudada, una piel de color canela. En medio de la espalda, las vértebras abultaban la piel como una cadena de suaves dunas, cada vez más pequeñas, hasta desaparecer en el oscuro desfiladero de unas nalgas generosas, aplastadas por la gravedad y horadadas por la celulitis. El resto se perdía bajo la sábana sucia de lamparones y mugrienta por el exceso de uso.
A pesar de lo temprano de la hora ya hacía calor. Minúsculas gotitas de sudor humedecían la piel de la mujer. Deslizó el dedo por su espalda, abriendo un surco en el sudor y dejando una estela, primero blanca y después rosada, que se fue difuminando hasta la disipación. Al contacto, la mujer se movió, girando el torso y descubriendo un seno tembloroso como un flan, rematado por el pezón pequeño y arrugado, oscuro como una uva pasa. Una mosca se le posó en la frente, junto al arranque del pelo, y libó entre un mar de brillantes gotitas de grasa. La espantó con un movimiento lánguido, pero ella regresó, pertinaz, y ya no tuvo voluntad para alejarla. Apoyó la cabeza en la almohada y fijó la vista en el techo de cinc, donde algunos pájaros zangoloteaban en una escandalera de metal.
Por fin se incorporó y se sentó en el borde de la cama, haciéndola crujir lastimeramente, con los pies colgando. Hurgó en sus calzoncillos con dedos ágiles hasta localizar la pulga que le había picado. La atrapó y se la acercó a la cara, ajustando la distancia para enfocar la vista: allí estaba, una costrita negra entre los dedos apretados y, a pesar de ello, seguía moviendo las diminutas patillas; así que la encajó entre las uñas de ambos pulgares y la destripó.
De repente se acordó. La idea le llegó como un mazazo: hoy es mi cumpleaños. ¿Tantos ya? Su mente despertó con la idea y los pensamientos la siguieron, vertiginosos, removiendo la dolorosa fisura. Atrás queda la juventud, definitivamente perdida, piensa, y esa madurez plena que nunca llega y ya casi se ha ido. Inmerso en la vorágine de cada instante, creyó que nunca alcanzaría este horizonte hasta ayer lejano, como si pudiera dividir la distancia que lo separaba de él en mitades infinitas, inconcebibles de transitar. Sin embargo, piensa, ya estoy al otro lado de la frontera, invisible pero cierta, y hoy estreno vida.
Miró a su alrededor. Un cuarto de cuatro paredes, de tablas viejas y mal ensambladas; una mesa de madera, calzada con una piedra; sobre ella, un par de velas consumidas en un mar de esperma, un libro forrado con papel de periódico en el que está escrito con hermosas mayúsculas la palabra “anverso”, un vaso de cristal con varios lápices; clavos oxidados de los que colgaban ropas sucias y enseres varios. En un rincón de la pared, una araña de pasarela de moda había tejido una tela perfecta. Entre las rendijas de las tablas se filtraban rayos de luz que iluminaban el polvo en suspensión, dándole, así, cuerpo al espacio. Afuera, ya hervía la vida: se oían gritos de niños, voces apagadas, el ruido lejano de un motor pesado, una grabadora con los altavoces estropeados y un sonoro murmullo de fondo formado por el zumbido de cien mil abejas, moscardones, abejorros negros, abispitas de chilisate y zancudos de la quebrada, y por el sordo movimiento de las entrañas del planeta.
El hombre se puso de pie sobre el suelo de tierra, se vistió con un pantalón recortado y una camiseta que fue, en algún momento, blanca, se calzó unas sandalias curtidas por el uso y se dirigió a la puerta. Era un marco de madera forrado de cartón. La observó fijamente: los agujeros, la suciedad, pequeños capullos algodonosos en las esquinas. Volvió la vista hacia la cama y la mujer que continuaba dormida. Respiró hondo y la abrió de golpe. La luz del sol lo cegó pero, a pesar de ello, penetró sin más contemplaciones en su nueva vida.