(Como cada lunes, me gustaría aportar mi granito de arena para que el primer día de la semana sea un gran día para ti. Por eso comparto este capítulo revisado y actualizado de “Una vida sencilla”. ¡Feliz lunes!)
Creo que uno de los motivos por los que nos sentimos invadidos constantemente por cierto estado de ansiedad y frustración es la tendencia, asentada como creencia, de pensar que tenemos dos vidas, una personal y otra profesional. Entonces, ¿vivimos una doble vida? ¿Como un agente secreto?
¿Por qué diferenciamos entre nuestra vida y nuestro trabajo? Algo así como quién soy y qué soy. En realidad el quién y el qué son las misma persona, es decir, uno mismo. Tal vez la distinción en sí misma no es el problema, aunque yo creo que en parte sí. El conflicto surge cuando, a raíz del miedo y a través de nuestro comportamiento, dedicación y entrega, generamos una notable descompensación entre las dos vidas.
Empecemos por el tiempo. Deberíamos empezar a tener en cuenta que, más que menos, el trabajo ocupa un tercio de nuestra jornada. Otro tercio dormimos. Y un 90% del tercio que nos queda lo pasamos entre compromisos, atascos, obligaciones, entretenimiento pasivo (TV), prisas, cursos,… ¿Qué nos queda? ¿Un 10% de un tercio?
De acuerdo, es cierto que podemos optimizar ese tercio que tenemos para vivir personalmente, gracias a algunos métodos de productividad personal y al desarrollo de la atención, el orden, etc. Pero de todos modos, si marcamos diferencias entre el tiempo personal y laboral, siempre tendremos la sensación de dedicarle demasiado tiempo al trabajo y, en consecuencia, poco tiempo a nosotros mismos, con lo que nunca acabaremos de estar contentos, de ser felices.
Lógicamente, este sentimiento de cierta infelicidad se traduce en angustia, tristeza, malhumor, etc. Pero ¿dónde vamos a transmitir estas emociones? ¿En el trabajo? No, por favor. En el trabajo tenemos que estar a tope –aquí aparece el miedo. Las trasladaremos a nuestra otra vida.
Desafortunadamente, por lo general la “vida profesional” se lleva la mejor parte de nosotros. Somos exageradamente amables, pacientes, corteses, eficientes, comunicativos, etc. ya que queremos que nuestros jefes, compañeros o clientes estén contentos con nosotros, y así conservar el trabajo. Luego, al salir del trabajo, al llegar a casa, tenemos que compensar esa exageración de nuestras mejores virtudes, y nos convertimos en seres malhumorados, tristes, apáticos, incluso a veces estúpidos –por no decir más cosas. Quizás conservemos el trabajo, aunque dudo que consigamos lo mismo con la familia.
O sea que por tener una vida aparentemente maravillosa a nivel laboral, el resto de nuestra vida se convierte en un calvario. Es decir, nos pasamos el día trabajando para poder vivir, y luego no vivimos. Además, nos miramos y pensamo “yo no soy así”. Ése no es mi yo auténtico. Yo era buen tipo, siempre enérgico, agradable, atento, alegre. ¿Qué me ha pasado? ¿Por qué no encuentro el equilibrio en cuanto a comportamiento y dedicación entre el trabajo y mi otra vida? ¿Por qué no le dedico tanto tiempo a mi hijo como el que le dedico a mis proyectos? ¿Por qué no miro a los ojos de mi mujer con esa mirada que aprendí en mi último curso de ventas para inspirar confianza a mis clientes?
El resultado: ansiedad y frustración.
Ansiedad porque hemos entrado en una rueda en la que todo nuestro tiempo, energía y atención los dedicamos al trabajo cuando nos gustaría disfrutarlo en nuestra otra vida, añadiendo la percepción que tenemos de que el culpable de todo esto es el trabajo, cuando en realidad somos nosotros los responsables. Frustración porque teóricamente lo hicimos todo bien, como nos dijeron que debíamos hacerlo. Estudiamos, hicimos un máster, trabajamos, ascendimos y conseguimos un buen sueldo para vivir mejor, felices. Pero no es el caso…
Estamos separando tanto esas dos vidas y tenemos tanto miedo a perder nuestra vida profesional que sólo damos lo mejor de nosotros mismos en nuestra profesión, incluso más de lo que podemos dar con cierta continuidad. Después ya no nos queda nada, perdemos nuestra vida personal. Acto seguido, no mucho después, perderemos también nuestra vida profesional, por mucho que nos hayamos entregado. ¿No deberíamos pensar más en conservar nuestra felicidad global en vez de nuestro empleo?
Más allá de revisar nuestras prioridades, tal vez ha llegado el momento de desaprender ciertos conceptos. Mi vida laboral no es distinta de mi vida personal, sino que forma parte de ella. No de mi vida personal. Simplemente forma parte de mi vida, y punto. Y como parte de un todo sólo debo dedicarle una parte de mí, y no mi totalidad.
Entonces, atento al concepto: forma parte de mi vida = es mi vida. Sí, sí, mi trabajo es mi vida.
En mi caso, yo soy entrenador personal las 24 horas del día, siempre, aunque haya trabajado 15.000 horas y esté cansado. Cuando la gente habla conmigo, acaba por preguntarme por un ejercicio, una dieta, una postura… Y hay días que, de verdad, estoy hasta arriba de tanto entrenamiento. Pero ¿qué le voy a hacer? ¿Ponerme un cartel en la frente con un horario de entrenador personal? Y fuera del horario ¿quién soy? ¡Si soy el mismo! Y mi esencia, mis inquietudes, me llevaron a estudiar y luego dedicarme a lo que me gusta hacer, cuidar físicamente de la gente. Así de simple. ¿Tanto me cuesta aceptar quién soy?
Con todo ello no quiero decir que esté en pro del vivir para trabajar en contra del trabajar para vivir. Es más, uno de los objetivos fundamentales de una vida sencilla, y lo digo alto y claro, es aprender a vivir con menos para necesitar menos dinero, trabajar menos y disfrutar más de otras actividades.
Pero hoy estoy diciendo mucho más que eso. No separemos vida y trabajo; trabajar es vivir. De ahí la importancia de encontrar cuál es nuestro papel en el mundo, porque ya podemos tener bien claro que eso es lo que vamos a hacer toda la vida: trabajar. Nuestro trabajo no es más que una prolongación de nuestra persona, y lo más sensato que podemos hacer es ser lógicos,fieles y congruentes con nosotros mismos y con los servicios que podemos prestar a los demás. Así que cuanto más coherente sea mi trabajo a mi personalidad, mi creatividad, mis virtudes y mi pontencial, más posibilidades tendré de ser feliz. Y eso tiene un nombre: vocación.
Por lo tanto, dos cosas:
- Felicidades a quien tuvo o creó la oportunidad –porque a veces no se tienen y se crean– de poder dedicarse a su vocación. Que mantengan la ilusión y la pasión por su función social, sea cual sea su trabajo.
- Si no es así, tengas 15, 30 ó 55 años, céntrate en descubrir qué es lo que puedes aportar, para qué estás aquí, cuál es tu vocación. Una vez la conozcas, desarróllala y haz de ella tu vida.
Es el momento de comprender que nuestro trabajo y nuestra vida son indivisibles y olvidarnos de pensar que son entes distintas. Cuanto más separemos física y psicológicamente nuestro trabajo de nuestra vida, menos felices seremos.
Y de paso, podríamos empezar a replantear esta separación inútil en la educación de nuestros hijos. No nos preocupemos tanto por si saben más o menos inglés o matemáticas. Es más fácil que eso. Ayudémosles y acompañémosles en el desarrollo de sus capacidades y creatividad para que un día puedan descubrir qué es lo que quieren ser o hacer –de hecho, es lo mismo.
Entonces, cuando mi hijo de 25 años coja la bicicleta por la mañana para ir a su lugar de trabajo y alguien le pregunte “¡Juanito! ¿A dónde vas?”, el no contestará con cara de muermo “A trabajar…”. Alzará la mirada, sonreirá y gritará “¡Voy a vivir!”.