En las noches despejadas de verano, cuando la temperatura del aire baja por debajo del punto de saturación del agua, la humedad del aire se condensa formando gotas de rocío. A medida que el sol empieza a calentar a la mañana siguiente, esas gotas se evaporan rápidamente, pero si madrugamos un poco podemos disfrutar de este espectáculo fugaz que cada día es distinto y que cambia dependiendo de la superficie sobre la que se hayan formado las gotas.
El rocío se forma normalmente cerca del suelo y uno de los lugares donde da lugar a formaciones más bonitas son las telas de araña. Los hilos de seda de las telarañas son muy resistentes y capaces de aguantar una gran cantidad de gotas, dando lugar a formaciones tan variadas que nunca hay dos iguales.
Ayer, mientras fotografiaba una de estas telarañas me entretuve buscando los insectos que después de caer en la red quedaron atrapados en las pequeñas gotas de rocío, como los mosquitos que conservados en ámbar prehistórico despertaron la imaginación de Steven Spielberg para crear su Parque Jurásico.
Una multitud de diminutas moscas y mosquitos yacían muertos en su tumba de agua, inmóviles y balanceándose a un lado y a otro movidos por el viento. Todos menos uno. Cuando enfoqué la cámara hacia uno de los muchos insectos que habían caído en la red la noche anterior observé que se movía intentando con su cabeza romper la tensión superficial de la gota de rocío.
Después de observarlo durante un rato y tras conseguir asomar la mitad de su cuerpo por la superficie comenzó a poner huevos. Reservando sus últimas fuerzas, la hembra de mosquito trataba en un intento desesperado de cumplir con el principal objetivo de su efímera vida. Un par de minutos después, el diminuto mosquito dejó de moverse, el sol evaporó la minúscula gota de agua y esta pequeña historia se esfumó con ella.
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