Revista Libros

"Vidas breves", John Aubrey, Ediciones Universidad Diego Portales. Trad. Natalia Babarovic y Miriam Heard.

Publicado el 11 junio 2016 por Libelulalibros
Aubrey debió escribir su propia vida. No estoy seguro que no lo haya hecho. Y no me refiero a una autobiografía sino a una nota como las que hizo recordando los asuntos menores, las intimidades, las vergüenzas, las pequeñas cosas que a todos suceden y que indefectiblemente se extravían en el tiempo. Habría –o habrá– escrito que se trataba de un peculiar anticuario, permanentemente dispuesto al derroche, amigo de amigos y protegido de muchos, primer guarda de Stonehenge (hoy habría escrito algo como “averiguar qué opinó Carlyle”), dado a las rarezas, guardador de minucias y pequeñeces. Una nulidad que consumía su tiempo en lo intrascendente mientras otros descubrían o discutían acerca de lo mayor. En resumen –y ahora digo yo– un escritor divertido, anticipado –sin quererlo, como debe ser–, capaz de jugar con sus personajes, con el lector y consigo mismo: “Era un hombre delgado. Escasamente tan alto como yo –pregunta: ¿Cuántos pies mido yo? Respuesta: de estatura mediana”. ¿A quién interesa la estatura del personaje? A nadie, pero a la literatura sí, porque ésta tiene sentido en la medida que se ocupe de la “naturaleza de los hombres”. Virtud que Aubrey advirtió en la obra de Shakespeare y que ha sido quizá lo único que los críticos le han querido destacar al primero, esa frase y el chisme de que el genio fue maestro de escuela. Ahí reside su particular gracia, en descubrir a través de la aparente nimiedad la humanidad de aquellos ingleses del siglo XVII, como Elizabeth Broughton, una prostituta que: “rápidamente se hizo notar en Londres y cobraba muy caro…”, o un tal John Cole de quien: "…habiéndose roto su sepulcro, su ataúd de plomo se encontró lleno de un licor en el que se conservó el cuerpo. El Señor Wyld y Ralph Greatorex lo probaron y tenía un gusto insípido con un dejo de fierro. El cuerpo al tocarlo con una varilla que metieron por una rendija (del ataúd) se sentía como carne picada en gelatina. El ataúd era de plomo y estaba dentro de la bóveda en el muro, a unos dos pies y medio de altura". O Edward de Vere, Conde, quien viajó durante siete años procurando que su ausencia hiciera olvidar a la reina una desagradable impertinencia para escuchar a su regreso de labios de la misma Elizabeth: “Milord, he olvidado el pedo”. O Richard Stokes, médico: que “fue criado allí y en el Kings College. Era estudiante de matemáticas (algebra) del señor W. Oughtred. Se volvió loco con esto, aunque luego se compuso, pero temo que como un vaso trizado. Editó la Trigonometría del Señor Oughtred. Se convirtió al catolicismo; se casó infelizmente en Lieja, perro y gato, etc. Se transformó en un borracho. Murió en Newgate, encarcelado por deudas, en 1681”. O Thomas Hobbes, sí, Hobbes –porque en la recopilación de vidas de Aubrey hay de todo como en una especie de miscelánea humana–, para quien “la mayor dificultad era mantener alejadas las moscas que libaban en su calva”.

Habrá quien despache sus Vidas como la recopilación de meras anécdotas y no habrá mayor equivocación. La literatura es –y magnífica– por aquellos breves o fugaces momentos que recupera. Momentos que constituyen la vida de verdad. “Son las cosas accidentales e insignificantes de la vida las que son significativas”, escribió Kierkegaard. Ni para qué cito a Pablo Rolando.

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