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"UNA MUJER EN EL PATÍBULO"(La envenenadora de Valencia)
(De nuestro corresponsal José María de Vega para "El Caso")
Es rarísimo en España que una mujer sea condenada a muerte y ejecutada en garrote vil, sea también porque nuestra inveterada hidalguía nos haga renuentes a que una fémina tome el camino del cadalso.
Desde que se fundó "El Caso", en 1952, solamente se ha dado esta espeluznante circunstancia en la persona de Pilar Prades Santamaría, por lo que creo merece la pena que nuestros lectores recuerden la historia de los sucesos que ocasionaron aquel triste fin.
Mes de mayo de 1959. Amanece en Valencia. En la prisión de mujeres no ha dormido nadie en toda la noche. En la capilla de la cárcel, una mujer, joven aún, está esperando. Encendidas todavía las luces, se oyen unos pasos solemnes. Son los del presidente de la Sala de la Audiencia, los cuatro magistrados, el secretario, el director de la prisión... Avanzan hacia ella, que está acompañada por un sacerdote.
Detrás del grupo, el abogado defensor de la condenada. El magistrado musita unas cuantas palabras que encierran una fórmula legal.
Instantes después, todos ellos se encaminan hacia el patio interior de la cárcel, en donde dos hombres —el verdugo y su ayudante— manipulan en un extraño aparato. Es el garrote, que, pese a lo vil y siniestro de su nombre, está considerado como el método más rápido y, por tanto, más humanitario de privar de la vida a un semejante. La horca, el fusilamiento, son sistemas mucho peores todavía.
Unos minutos más tarde, el médico de la prisión se inclina sobre el cuerpo de la mujer que ha tenido anudado al cuello el fatídico corbatín. Su corazón ha dejado de latir.
Pilar Prades Santamaría, la envenenadora de Valencia, ya no es más que un nombre en la historia del crimen.
Unos años antes, una joven sirvienta, de veinticinco primaveras, Pilar Prades Santamaría, soltera, natural de Begis, en la provincia de Castellón de la Plana, había entrado a prestar sus servicios como doméstica en una chacinería existente en la calle de Sagunto, 64, en la capital valenciana, propiedad de don Enrique Vilanova, quien vivía en la misma finca en compañía de su esposa, doña Adela Pascual Camps.
La sirvienta, además de ser diligente y activa en el trabajo, manifestaba hacia su señora un cariño que a su mismo esposo le parecía exagerado. De repente, la dama, que había gozado siempre de una salud de hierro, empezó a manifestar síntomas de una extraña enfermedad. Se le paralizaban los brazos y las piernas y tenía continuos mareos. Los médicos no pudieron encontrar el origen de aquella dolencia que, en el plazo de unos pocos meses, la llevó al sepulcro.
Pilar Prades, desde el mismo día del entierro de su difunta ama, se instaló en la chacinería y empezó a disponer de todo como dueña y señora. Pero el viudo, don Enrique Vilanova, que tenía sin duda otras ideas, la despidió pocas fechas después.
No tardó en encontrar colocación la activa Pilar. En la calle de Isabel la Católica, número 7, también de Valencia, vivía un prestigioso doctor en Medicina, don Manuel Berenguer Terraza, con su esposa, doña Carmen Cid, y cuatro hijos de corta edad. Tenían desde hacía cuatro años una sirvienta, Aurelia Sanz Herranz, natural de un pueblo de Guadalajara, con la que estaban muy contentos, pues la chica era honrada y servicial; pero doña Carmen, precisamente por el afecto que profesaba a la doméstica y para aliviarla de la carga que suponía para ella un hogar con tanto niño, admitió como criada a Pilar Prades, para que ayudase a Aurelia. Las referencias que presentó Pilar de la chacinería de la calle de Sagunto no fueron ni comprobadas. ¡Estaba tan difícil el servicio doméstico!
En los primeros tiempos, Pilar y Aurelia, las dos criadas, se llevaban estupendamente. Salían siempre juntas y frecuentaban la compañía de los chicos de su edad. Fue esa precisamente la causa de que, de la noche a la mañana, se enfriara aquella amistosa camaradería. Porque resultó que un muchacho que le gustaba mucho a Pilar, simpatizó más con Aurelia, hasta el punto de hacerse novio formal de ésta. Pilar Prades no le perdonó nunca lo que estimaba como una alevosa traición de su amiga y compañera. Y de repente, Aurelia Sanz empezó a sentirse mal. Creyó, al principio, que era simplemente una gripe. Pero como empeorase y se declarara una parálisis parcial en las extremidades inferiores y superiores, el doctor Berenguer convocó a varios colegas suyos en una consulta de médicos. Acordaron que acaso se tratase de un virus nuevo, desconocido por ellos, y decidieron que lo mejor era enviar a la sirvienta al hospital. Allí comenzó a mejorar lentamente.
Pilar Prades se quedó sola, atendiendo al matrimonio Berenguer y a sus cuatro niños. Y aconteció que fue ahora doña Carmen Cid, la esposa del doctor, la que cayó enferma. Los síntomas eran análogos a los que había experimentado Aurelia Sanz. Nueva consulta de médicos, nuevas sospechas de que un virus maligno no localizado aún por la ciencia pudiera estar provocando tan extraña enfermedad. Pero en esto, el doctor Berenguer consultó con un colega suyo, catedrático de Medicina Legal, y le aconsejó que hiciera la prueba del propatiol, un inyectable que podría descubrir mejor que los análisis de sangre y orina si la paciente había ingerido algún tóxico. En efecto, se hizo la prueba. El resultado dejó anonadado a don Manuel Berenguer: ¡arsénico!
El prestigioso médico, por lo pronto, tomó la medida de despedir inmediatamente a la sirvienta. Sospechaba de ella pero no tenía pruebas suficientes para denunciar una conducta criminal. Y entonces, recordando las referencias que Pilar había dado de la chacinería de la calle de Sagunto, llamó al propietario de la misma. Cuando don Enrique Vilanova le relató las circunstancias en que había ocurrido el fallecimiento de su esposa —inexplicable para los médicos—, ya no cupo la menor duda. Estaban en presencia de una envenenadora.
La confesión completa de Pilar Prades Santamaría no se hizo esperar. Era una mujer elemental, y sus primeras protestas de inocencia no ofrecieron la más leve consistencia.
La muerte de doña Adela Pascual la premeditó con el propósito de quedarse dueña absoluta de la chacinería y soñando, incluso, en que podría convertirse algún día en la segunda esposa de don Enrique Vilanova. Probó un poquito de cierto producto "matahormigas" que venden libremente en todas las tiendas y observó que tenía cierto sabor dulzón. Entonces, siempre que preparaba el café para la dueña de la casa, en lugar de azúcar empleaba el "matahormigas", que, con la correspondiente dosis de arsénico que lleva en su composición, fue minando lentamente la salud de doña Adela Pascual, hasta producir su fallecimiento.
Los hechos que hemos relatado ocurrieron a principios de 1957. El juicio oral se celebró en la Audiencia de Valencia los días 2 y 3 de diciembre de aquel mismo año. Un eminente letrado del Ilustre Colegio de Valencia se encargó de la difícil defensa. Propuso a su patrocinada defenderla como culpable, para, con los atenuantes que pretendía invocar, lograr una condena de algunos años de cárcel. Pero Pilar Prades se negó rotundamente.
—Soy inocente —declaró con terquedad, pese a que en el sumario constaba su confesión ante la Policía y ante el juez instructor.
La Audiencia de Valencia la condenó a la última pena por la muerte de doña Adela Pascual, y a dos penas de veinte años de reclusión cada una por las tentativas en las personas de doña Carmen Cid y de la sirvienta Aurelia Sanz. Como es preceptivo en todas las condenas a muerte, el Tribunal Supremo estudió los oportunos recursos presentados por la defensa de Pilar. Pero su fallo no hizo sino confirmar el de la audiencia valenciana. El uso del veneno es una agravante que los jueces de todo el mundo estiman y castigan con la severidad que merece.
Y así, en una madrugada de mayo, Pilar Prades Santamaría fue ejecutada a garrote vil en un patio interior de la Prisión de Mujeres de Valencia.
(Nota del transcriptor: Pilar Prades fue la última mujer condenada a muerte y ejecutada en España).
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