La vida, también, puede medirse por la pesadez de la carga. Hay vidas ligeras, como la del pájaro, que echa a volar sin experimentar la gravidez de las alas, o encontrando un intenso placer en su movimiento. O la del poeta, que en su ejercicio se olvida de las referencias y situaciones del habla. Incluso la vida del filósofo, cuando le corresponde dar nombre a las intuiciones que se agolpan sobre sí, se haya desprovista de las cargas habituales del vivir. Pero son casos excepcionales, también el del amante, que ya no distingue su historia de la del mundo porque todo él lo conforma aquello que ama. Normalmente, todos soportamos cargas que aparecen en función de cuáles son nuestros quehaceres rutinarios. La imprecisión o el miedo a ser impreciso puede pesar al cirujano; el empobrecimiento de la imaginación, al modisto o al novelista; la torpeza intelectual, al matemático o al físico; la intolerancia a la fatiga y al agotamiento, al corredor... También las hay que asaltan de pasados que pudieron ocurrir o de futuros que podrían hacerlo, alejándonos entonces de nuestra realidad. Otras, mucho más comunes, proceden de nuestro entorno laboral, familiar o social. Y hay también cargas que no existen, pero que pesan, como la muerte, o la posibilidad de no ser, que pese a su abstracción tantas vidas ha arruinado o manchado de sangre.
Respecto de la carga, lo más sabio, sin duda, es aceptar su necesidad, en lugar de tratar de negarla, querer ahuyentarla o desatarnos de ella. Esto último no hace sino contribuir a aumentarla, ya que entonces, sin quererlo, sobrecargamos a la carga habitual la idea fustigante de que no merecíamos aquella. Es verdad que algunos de los primeros sabios, como ciertos filósofos órficos, los pitagóricos o Platón, vieron la carga del cuerpo como un castigo, pero sólo tras haber construido toda una mitología de la falta primordial, la culpa y la expiación.
Lo más sensato, sin duda, es aceptar la carga como parte de nosotros, quererla, integrarla a nuestro porvenir, para entonces no acabar vencidos por ella:
Intentó otra vez soltarse, maldiciendo y gimiendo mientras se retorcía. No servía de nada. No podía moverse. Agotado, se llevó los brazos a la cabeza y lloró amargamente. Se hundió más y más en la nieve, y cuando un trozo suelto de broza, fría y húmeda, le rozó los labios, fue como si lo tocara en la oscuridad una mano tímida e insegura. (El manzano, Daphne du Maurier)