Abrir este asunto al debate social y político - como anuncia ahora la Consejería de Educación - me parecía y me sigue pareciendo la forma correcta de afrontar una realidad insoslayable de la sociedad actual. Ahora bien, lo que me pregunté entonces y me sigo preguntando ahora es la razón por la que la Consejería no buscó ese consenso desde el primer instante en lugar de ofrecerlo cuando ya no queda más remedio que transigir ante el rechazo generalizado. Me gustaría que alguien de la Consejería explicara a los ciudadanos y a la comunidad educativa qué impidió convocar a los sectores concernidos para debatir y acordar sobre esta cuestión. Todo ello, sin menoscabo de la autoridad del Gobierno para tomar sus decisiones que, no obstante y tratándose de un Ejecutivo en clara minoría parlamentaria, debería hacer un mayor esfuerzo si cabe para que sus decisiones reciban el mayor respaldo posible.
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Por desgracia me temo que este inesperado ataque de consenso que ha experimentado la administración educativa es menos sincero de lo que me pareció a primera vista. Dicho en otras palabras, el repentino cambio de posición - hasta el mismo día anterior la consejera Monzón había defendido que el Gobierno seguiría adelante con la idea - se debió sobre todo al temor a un cambio de la ley de Educación encaminado a prohibir los videojuegos en las aulas. La medida, anunciada por el PP en el Parlamento, habría conseguido una amplia mayoría y habría dejado al Gobierno sin capacidad de maniobra para continuar adelante con la contestada iniciativa. Se puede decir por tanto que el Gobierno ha hecho de la necesidad virtud negociadora cuando pudo haber actuado mucho menos pagado de sí mismo y haber sometido al debate público sus planes sobre los videojuegos.Tal vez así podría haberse reducido ese "déficit de información" que Educación le atribuye de forma insistente a quienes recelan de los videojuegos, en buena medida con razonamientos fundados en evidencias científicas que la Consejería parece desdeñar alegremente, escudándose en una jerga poco comprensible sobre el acompañamiento de las familias a los chavales que practican videojuegos. Espero que el Gobierno haya aprendido la lección y aunque sea a la fuerza se avenga ahora al consenso, más impuesto que buscado, con espíritu abierto. En un asunto en el que entra en juego la educación de las futuras generaciones no se puede actuar de manera unilateral, en virtud de preferencias personales ni al calor de intereses particulares, por muy legítimos que sean. Ojalá que la oferta de consenso sobre los videojuegos sea para bien y que fructifique en un acuerdo amplio que determine, en su caso, el alcance y el papel de su presencia en la escuela.