España ha celebrado en menos de un año dos elecciones. Ambas citas (20-D y 26-J) han confirmado la defunción del bipartidismo. Desde el inicio de la democracia, el sistema de partidos ha girado en torno a dos grandes partidos. En una primera fase, hasta 1982, la competencia electoral se fraguaba entre la ya extinta UCD y el PSOE. Con la primera victoria de Felipe González y el realineamiento del electorado más conservador, la lucha partidista por el voto se basaba en el tradicional cleavage ‘derecha-izquierda’: PSOE y AP (después PP) han gobernado el país durante estos últimos 34 años, con ayudas puntuales de los nacionalismos periféricos.
La crisis económica ha hecho saltar por los aires la estabilidad partidista. Ciudadanos y Podemos han sido capaces de aglutinar conjuntamente el 31,1% y el 29, 4% de los diputados en el Congreso de los Diputados en sus dos primeras citas electorales. La distribución de escaños salida del 26-J introduce un elemento de novedad: para formar gobierno ya no vale con el voto afirmativo del grupo con más representación; ahora es necesario una política de pactos entre varios partidos para la puesta en marcha del ejecutivo.
Así se desprende de la voluntad de los españoles y españolas. El mensaje es claro: negocien, transaccionen y generen un programa de gobierno. Nada de eso. Tras el voto del 26-J, tanto viejos como nuevos partidos repiten el error tan frecuente en nuestro país de inhabilitar a las partes. El PSOE se niega a abrir una mesa de negociación con el PP. En la situación de debilidad en la que se encuentran los populares (con sólo 137 diputados dispuestos a apoyar a Rajoy), parece que Pedro Sánchez no está dispuesto a exigir a los conservadores la marcha atrás en la reforma laboral, la ley de seguridad ciudadana o el aumento del gasto en educación y sanidad.
Ciudadanos posiblemente sea el partido que mejor ha interpretado las preferencias de los electores. En Andalucía, Juan Marín fue capaz de cerrar un acuerdo de legislatura con el PSOE que incluía una bajada en el IRPF, algo inédito durante los más de 30 años de gobierno socialista en la región. En Madrid, la cooperación con el PP de Cifuentes es fluida. Y a nivel nacional, el pacto Rivera-Sánchez sentaba las bases de un gobierno que incluía reformas en distintos sectores. Esa cultura de diálogo se rompe a finales de junio. Ya durante la campaña del 26-J, Rivera alteró su orden de prioridades en el discurso y prefirió dar más importancia al veto dirigido contra Rajoy que a la discusión de políticas públicas concretas que acaben con el estancamiento que padece España. Ahora, parecen no moverse de la llamada ‘abstención técnica’, que traducido viene a decir que están dispuestos a no votar negativamente en la investidura para habilitar al futuro gobierno en la elaboración del techo de gasto y los Presupuestos. Sería decepcionante que la nueva política se redujera a colaboración tan pírrica. Más ambicioso sería el poner encima de la mesa la reforma de las administraciones públicas, la revisión del sistema autonómico, la lucha contra la corrupción o medidas para atajar el paro.
Pero sin ninguna duda la tarjeta roja es para el Partido Popular. Su funcionamiento interno puede darnos una pista sobre su pobre talante a la hora de entablar diálogos con otras formaciones. Se cerró en banda (allá por febrero-marzo del presente año) a una reunión de trabajo con el PSOE, escudándose en que el candidato a presidente debería pertenecer al partido con más votos (habiendo renunciado Rajoy a la propuesta del Rey para formar gobierno). Harían bien los asesores del presidente en explicarle en qué consisten los sistemas parlamentarios. Después de la última convocatoria electoral, el PP está optando por dejar pasar el tiempo hasta que el miedo a unas terceras elecciones haga rectificar la posición del PSOE y también la de C’s, en vez de presentar un documento de medidas que sirva como piedra angular para un posible gabinete reformista.
La conclusión es angustiosa. Los viejos partidos, que prometían regeneración y cambios en la vida política presionados por la fuerza de los nuevos competidores, siguen con los esquemas rígidos de un bipartidismo amonestado en las urnas. A su vez, la nueva política reproduce los vicios que pretendía solucionar. Los últimos hechos revelan la pereza y la mediocridad de unas élites que, haciéndose portavoces de la voluntad de los ciudadanos, son incapaces de interpretarla.