La pregunta no es qué podemos hacer. La pregunta es qué podemos esperar. Y la nuestra es la época en la que podemos esperar ver satisfecha nuestra sed, incansable y constante, que si de novedad, de impresionabilidad, rapidez, seguridad. Lo que hoy se espera es que el mundo nos distraiga, o nos seduzca, o nos embote, pero que, en cualquier caso, se manifieste como algo que está al alcance y que, sobre todo, no tenga dientes que enseñar, bien porque se los hayan cortado, bien porque ya nació mutilado. El mundo que se nos tiene que presentar es este: un paraíso viviente, construido a imagen y semejanza de este apetito de seguridad y bienestar sobre el que los filósofos ilustrados confiaron las construcciones con las que hoy seguimos abrigándonos. Sin embargo, ¿Por qué tenemos que suponer que un mundo más comprensible y más satisfecho es un mundo más pleno? ¿Por qué no abrirnos, aunque sea de vez en cuando, a lo incomprensible, y a lo indeseable o intratable, que ya está ahí, y esperar a ver qué nos puede enseñar? ¿Por qué no confiar en los milagros, y en los ángeles, y en los demonios? Abrirse a la belleza de las cosas es, también, confiar que la oscuridad nos conducirá a puerto.
"A un número creciente de ciudadanos del mundo industrializado del siglo XXI les tiene sin cuidado quién los gobierne, mientras les conserven su burbuja de bienestar y seguridad, no importa que el Estado, para protegerlos, tenga que espiar conversaciones privadas, ni que les reduzca su margen de libertad. Antes que la libertad de expresión prefieren la libertad acotada, para no exponerse a opiniones políticamente incorrectas o que difieran de las suyas. Todo gira en torno a la seguridad, a la reducción de riesgos, que es la gran obsesión de este milenio, y ese número creciente de ciudadanos ya ha puesto la seguridad por delante de la libertad." (Jordi Soler, Mapa secreto del bosque)