En el Metro de Madrid, línea 4.
(Al paso). Hace unas semanas, viajando en metro camino del cine Paz para asistir al preestreno de Conociendo a Astrid, un delicado retrato de la juventud de la creadora de Pippi Calzaslargas (recomendable sin reparos), me topé en el vagón con esta nómina lectora evocada por el maestro Savater. Parece mismamente el catálogo del primitivo Círculo de Lectores, un club del libro cuya revista y novedades desde muy pequeño vi en mi casa de Talavera por mediación de alguno de mis hermanos. Nombres y títulos que no se borran. Aunque el acercamiento a estas primeras formas de “bibliomanía” no fueran garantía de arraigo del vicio de leer, hay que subrayar en lo que valen lo mucho que favorecieron las posibilidades de acceso popular al mundo de los libros en una España semianalfabeta y más bien refractaria a la letra impresa.Casi al mismo tiempo, o un poco después (muy a finales de los 60), vendría la explosión del libro de bolsillo, con el lanzamiento de la Biblioteca Salvat de Libros RTV (a cinco duros el ejemplar) y el Libro de Bolsillo de Alianza, entre muchas otras. Fue entonces cuando puede decirse con propiedad que la lectura pudo entrar a formar parte de los hábitos sociales, y el libro dejó su papel de objeto elitista y algo huraño para instalarse en vida cotidiana.
Lo extraño es que, más de medio siglo después, los hábitos lectores sigan siendo algo ajeno a una parte importante y principalmente masculina de la población. Y que un porcentaje monstruosamente significativo de personas declaren que no leen un solo libro al año. Por ahí sí que nos aproximamos al fin del mundo..., al menos tal como lo hemos conocido.