El viento parecía que iba a arrancar las ventanas y la lluvia no hacía más que acrecentar mi angustia sobre cuál sería el final de los cristales. La ambientación era, sin duda, la de una película de terror. Yo estaba esperando a que alguien irrumpiese en mi cuarto con un hacha o una ráfaga de viento dejase circular el frío por toda mi habitación, caldeada a conciencia para combatir las bajas temperaturas del invierno.
No podía dormir. La angustia solo provocaba en mi ganas de comer, lo que sería un problema para mi bienestar al día siguiente pero, sin saber cómo… caí rendida en los brazos de Morfeo.
Soñé con un lugar donde no recordaba haber estado, pero era una vieja conocida allí. La angustia provocada por el viento y la lluvia en los minutos previos a la ensoñación volví a revivirlos cuando no me dejaron acceder al edificio donde se encontraban mis maestras, mis guías. Nadie me creía, nadie me dejaba acceder al recinto hasta que vi a una de ellas y pude gritar su nombre.
Me abrieron la verja y la puerta. Una escalera me dio acceso hasta el piso donde estaba una de ellas. No recuerdo su nombre, solo recuerdo su abrazo, su cariño y su calor… ¡Tan reconfortante qué hubiera vivido en sus brazos!
Allí solo había mujeres con problemas reales, es decir, a la vista de todo el mundo: madres solteras, mujeres violadas, niñas sin hogar… Víctimas de la vida, del destino o de la suerte.
Mis angustias solo derivaban de los sentimientos. De sentimientos no tejidos con agujas de amor. De agujeros que no se zurcieron por manos expertas.
No eran menos importantes pero sí más fáciles de disimular. Las lágrimas del alma no limpian las heridas que las personas causaron en ella. Las riegan. Y si no sabemos cultivar flores donde solo crece maleza, el viento y la lluvia seguirá soplando tristezas en tu corazón hasta que tú decidas que ya ha llegado la hora de que salga el sol en tu vida.