El otoño se detiene en el pueblo cuando la vendimia llama a su puerta. El ambiente sabe a grana y esperanza y el olor dulce del caldo se extiende por todos los rincones. Por las calles se ve ajetreo constante de gente y se siente el crujir de los sarmientos a su paso. Ruidos de tractores seguidos de pequeños remolques se oyen por doquier y voces de tierras lejanas se mezclan con las del lugar.
El ritual cargado de arte, magia y fiesta se repite de generación en generación hasta perderse en la memoria de los tiempos. En cuanto amanece, los trabajadores están a pie de cepa para empezar a tomar contacto con esos racimos de uvas rebosantes. Avanzan con cuidado, notan el fruto maduro en su mano y cortan con diligencia para no estropear el milagro. Sienten la cercanía de los demás, a veces algún roce, la recogida de la uva también implica recogida de ilusiones.
El sol se pone y al compás de su luz se suspende la tarea. La sintonía de voces, olores y colores se va sosegando. Cuando por la noche el silencio envuelve un merecido descanso; alguno que procede de otro país, saca una vieja foto para rozarla con sus labios.