Suena el teléfono.
- ¿Quién es?
- ¿Jerónimo?
- No, soy Carlos, el hijo.
- ¡Ay Carlos, qué sorpresa que estés en Tenerife! Soy Nena. Nena, la de Eugenio.
Eugenio murió hace veinte años. Eugenio, el de Nena. Dos amigos de mis padres. Dos personas increíbles. Veinte años después ella sigue siendo Nena, la de Eugenio. Porque hay muchas Nenas, cierto. Pero también.
Y aquí, en la breve conversación telefónica mantenida hasta la aparición de mi madre, reside todo el espejismo de inmutabilidad que puede caber en una vida normal. Antes, y después, de esa llamada ha habido historias. La de ese vecino que se intentó suicidar desde la azotea hace solo unos meses, la de esa otra vecina con Alzheimer incipiente, la de la última visita al médico y el tiempo calculado hasta que se pueda arrinconar el andador. Desconchones en la pared por acumulaciones y humedades. Relatos de que mi pueblo vuelve a estar habitado (o nunca dejó de estarlo) por borrachos y locos. Nuevas generaciones. Negocios que han vivido más muertes y resurrecciones que Viernes Santos la Villa.
¿Y qué esperaba? Nada. ¿Qué iba a esperar? Que me cueste tantísimo hacer y deshacer lazos, arropar y arroparme, comprender, no me convierte automáticamente en estúpido (eso lo hacen otras virtudes). Pero.
Aprovecho entonces para caminar por las calles de noche. Cuando mi pueblo más se parece al sí mismo que yo le imagino. Cuando no hay nadie. Porque nadie (no) puede cambiar. Porque las puertas cerradas son todas prácticamente iguales. Porque me cuesta muchísimo asimilar.
Será breve. Casi como responder una llamada que no es para ti. Pronto estaré en otro lado. Pensando de nuevo, cada cierto tiempo, si he de pasarle el teléfono a alguien.