El trabajo del historiador no siempre es fácil, pero merece la pena cuando se ven plasmados sus resultados sobre el papel y, sobre todo, y en el caso de los trabajos relacionados con la memoria, cuando los ves en los ojos de las víctimas que, en la medida de tus posibilidades, has intentado reparar. Y eso es lo que me ha pasado a mí y me consta que a mis tres compañeros el día de ayer, cuando presentamos, tras muchos meses de trabajo, Villafría 1934. Luz en la memoria.
El acto tuvo lugar en los soportales frente a la fuente’l Cañu -el tiempo no acompañó, uno de los escenarios de aquel 13 de octubre de 1934 que hemos intentado recuperar en nuestra obra. Aquel día, el Tercio de Regulares penetró con carta blanca en los barrios periféricos de Oviedo en búsqueda de armas y revolucionarios en su repliegue hasta las Cuencas Mineras. El barrio, casi pueblo entonces, de Villafría amaneció blanco, blanco de las sábanas y los trapos colgados en las ventanas en señal de neutralidad, pero sin embargo fue testigo de una masacre injustificada que se llevó por delante la vida de niños y adolescentes -Laura Franco Corral contaba once años, Francisco Díaz, el pescadero, con 16- y ancianos -Casimiro y Rodolfo Alvarez, con 61 y 62 años, lo eran para la época-. Ninguna de las víctimas estaba asociada a partido o sindicato alguno, y, de hecho, la única víctima con antecedentes políticos, José Valle el Mayorazu, los tenía… pero de derechas.
La represión, injustificada, no fue tal: nada había que reprimir. Hablamos, realmente, de una masacre que segó la vida a 32 personas, y que aún recuerdan sus descendientes y los pocos supervivientes que quedan, algunos ya perdidos entre las brumas del olvido que los años imponen sobre las personas. Ya lo dijo Alfonso Camín:
¡No debe ser asturiano
aunque naciera en Trevías,
no debe ser asturiano
quien trajo aquí a la morisma,
dirán, por siglos de siglos,
roncas de pena y de ira
junto a la Fuente del Prado,
las mozas de Villafría!
¡Malhaya quien trajo a Asturias
la Media Luna maldita!
Presentación del acto. Intervención del coautor David Fernández:
Decía Saramago:
“somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos. Sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizá no merezcamos existir”.
En eso coincidimos, en ambas afirmaciones: porque la memoria que tenemos es lo que somos y por eso es tan importante el reconocimiento y la investigación rigurosa de todo lo que colectivamente nos ha hecho ser lo que somos, como conjunto, como sociedad. También somos la responsabilidad que asumimos, y aquí me quiero parar un poco más, porque como historiadores debemos reivindicar nuestra responsabilidad en esta tarea. La memoria es débil, frágil, incluso desagradecida con el paso del tiempo. Nuestra tarea es recopilar, ordenar e hilvanar ese fino hilo que une el pasado con el presente, transformando los recuerdos en palabras de la forma más objetiva posible. Sin embargo, ser objetivos no significa ser neutrales, por tanto no podemos escapar de la responsabilidad de transmitir no solo los hechos, los datos, las fechas, sino también el sufrimiento que causaron unos hechos que no por pasados son menos dolorosos. ¿Cómo pretender hacer pasar página a los supervivientes de una tragedia como esta que aquí contamos y que su dolor se tape con el cruel manto del olvido? ¿Cómo pretender que la memoria sea selectiva y restrictiva, con paréntesis y velos de amnesia?
Nuestro compromiso, como ciudadanos primero y como historiadores, es dar voz a nuestro pasado, reconstruirlo y hacerlo llegar a nuestros días, para no olvidar, porque una sociedad democrática no se puede construir sobre los cimientos del olvido. Sin memoria no hay justicia, pero para tenerla también hay que tener memoria de la injusticia.
En este acto no solo queremos presentar esta obra histórica, sino también rendir un sentido homenaje a esas 32 víctimas que perdieron la vida otro octubre de hace 78 años, que fueron víctimas de una represión desmedida y de una violencia tan extrema que, tantos años después, sigue produciendo el mismo sentimiento que las crónicas que allá por enero de 1936, pasada la censura, empezaban a escandalizar a toda España.
Relato de los hechos. Intervención de la coautora Arantza Margolles:
La del 13 de octubre de 1934 fue una mañana muy parecida a ésta. El cielo, encapotado y gris, parecía predecir la tragedia. Pero la pequeña Laura tenía once años, y con once años uno no aprecia la escala de grises. Todo es luminoso, con color, porque hay toda una vida por delante de uno. Pensándolo así, fue una fortuna que Laura no supiera aquella mañana que iba a morir aquel mismo día.
Laura era la pequeña de los siete hijos de Domingo Franco y Carmen Corral, residentes en el número 2 de Villafría. Aquel 13 de octubre la sacaron, junto al resto de su familia, fusil en mano, de su casa, y no pudo hacer nada cuando oyó, a lo lejos, los tiros que estaban acabando con la vida de su padre y de José Valle, un empresario muy de posibles, muy cuidado de Dios. Muy de derechas, en definitiva. Muy poco sospechoso de pertenecer a un movimiento revolucionario del que poco o nada se sabía en Villafría más allá de los trapos blancos que colgaban de las ventanas en señal de neutralidad.
Laura oyó también los gritos de su hermana Argentina implorando caridad por su padre. Nunca llegó a saber que ella, Argentina, y otra de sus hermanas, Benjamina, pudieron salvarse por esconderse entre unos sacos de virutas, bajo la escalera. Imposible para ella que la Benja le contase cómo se derramaba la sangre de su casero Casimiro Álvarez por los escalones. No lo pudo saber jamás porque a Laura, como a Vicente Secades, el yerno de Casimiro, como a Germán Bárcena y su esposa Josefa, como al hermano de ésta, Celso, le pegaron un tiro mortal. Un tiro, como también a su padre Domingo, como a su madre Carmen y como a sus hermanos Manuel, y Luis, y Emiliano, y Rosario, y a ella misma, niña aún, a ella misma que, de habérselo preguntado, probablemente no hubiera sabido definir qué era o qué dejaba de ser la palabra “política”.
Entre todos los cadáveres de las casas 1 y 2 se encontraron, también fusilado, a Francisco el pescadero, que vivía un poco más allá, en el número 3. Mientras Francisco era asesinado a tiros, y mientras lo era también su padre Francisco, su madre se encontraba guisando gallinas para los matadores: de no haberlo hecho, ella también hubiera engrosado la larga lista de víctimas mortales de Villafría. Porque en la casa 3 también mataron a Ramón, a Rodolfo, a Amadeo y a Belarmino, los familiares políticos de la hermana de Francisco que, irónicamente, salvó su vida gracias al ejército que guardaba estrecha vigilancia a la entrada del barrio. No la dejaron pasar. Sólo al día siguiente supo que sus familiares habían sido pasados por las armas.
Desgraciadamente, este cuento macabro no termina aquí. Y debemos de seguir contándolo, debemos de seguir pronunciando nombres. Los de la casa 4, por ejemplo: Rufino Rimada, que pagó con su vida el enfrentarse a los soldados que, de un tiro y por mero placer, habían entrado en casa matando el bien más preciado de la familia: un hermoso gocho listo ya para matar, por supuesto, de formas más ortodoxas. Hemos de mencionar también a su suegro, Adolfo Secades, cuyo delito fue abrir la puerta a los soldados que, nada más hacerlo, le pegaron un tiro, y a sus cuñados, Manolo y José Secades. A Ricardo Álvarez y a sus hijos Avelino y Ovidio, que huían del caos que se había desatado en Fozaneldi buscando refugio en Villafría.
Llegamos ya al final. Llegamos ya a este mismo lugar, a este paraje hoy tranquilo que es la fuente’l Cañu. Aquí, con el puño en alto “para dar ejemplo” fusilaron a los hermanos Jesús, José y Antonio Carriles, a Manuel Fernández y a Lolín Alvarez. Ninguno de ellos había levantado el puño antes, en su vida.
De la injusta e intolerable represión sin sentido que se hizo en Villafría, queda por fin testimonio documentado. Hemos tardado setenta y ocho años en hacerlo. Hasta ahora no existía ningún listado de las víctimas de Villafría, ni un número exacto, ni ningún análisis comparado de lo publicado desde entonces hasta ahora por unos y por otros. Hemos tardado setenta y ocho años y esperamos haber dado cuenta, porque ya era hora de hacerlo, de lo que pasó en Villafría. Sólo una cosa se nos ha quedado en el tintero. Es la más importante pero, tristemente, la más difícil de responder: ¿qué hicieron las treinta y dos víctimas de Villafría para merecer su muerte? ¿qué delito mortal cometió la pequeña Laura Franco Corral como para justificar su asesinato? Lamentablemente, nunca podremos contestar a esa pregunta, ni hoy, ni dentro de otros setenta y ocho años, porque es una pregunta que, definitivamente, no tiene respuesta posible.
Próximas citas:
- El martes 6 de noviembre los coautores Julio César Iglesias y Rubén García Riesgo estarán en el Club de Prensa de La Nueva España de Oviedo presentando el libro. ¡Os esperamos!
En prensa y blogs:
- Reseña del acto del coautor David Fernández
- >"><>"><>"><>"><<Villafría era un valle de lágrimas>>, reportaje de Elena Fernández-Pello en La Nueva España
- Breve reseña en El Comercio
- En los informativos de la TPA: